DESCONOCIDO
En este circo, ellos son las atracciones, y mi venganza el gran final.
El ambiente era denso, impregnado de la extraña certeza de que el final era inminente. Cada minuto que transcurría, la locura se apoderaba del público, cuyas risas resonaban tras el telón, ajenos a las dos muertes que habían presenciado y que los marcarían para siempre.
El público aclamaba, ávido por presenciar el acto final de la noche. Se rumoreaba que sería el más impactante, el más espectacular, aquel que dejaría una cicatriz imborrable en sus mentes. El ambiente era electrizante, una mezcla de anticipación y un morbo insaciable.
La rueda permanecía oculta bajo una lona raída, velando su macabra belleza. Yo, con una sonrisa que reflejaba la inminente consumación de mi promesa, me dirigí al público.
-Damas y caballeros, ¡sean bienvenidos al acto final! Esta noche, desafiaremos los límites del horror y la emoción. Prepárense para presenciar un espectáculo que jamás olvidarán: ¡La Ruleta Rusa Circense!
Un asistente, con un gesto teatral, retiró la lona, revelando la ruleta en toda su grotesca gloria. Era una rueda gigante de metal oxidado, adornada con figuras grotescas de payasos deformados. En lugar de números, cada espacio albergaba una trampa mortal diferente: cuchillos afilados, recipientes con ácido burbujeante, jaulas con alimañas hambrientas... y la promesa de una muerte atroz.
El público jadeó, dividido entre el asombro y el terror. Algunos grababan con sus teléfonos, ansiosos por capturar cada detalle de la carnicería que estaba por venir.
Mi último objetivo me observaba desde la multitud, con la suspicacia de quien intuye una trampa. No era tan ingenuo. Antes del acto final, me dirigí al público con una sonrisa que prometía emociones fuertes.
- Damas y caballeros, para elevar la emoción de esta noche, ¡elegiremos a un afortunado voluntario para nuestro acto culminante!, anuncié.
Un asistente surgió con un bombo repleto de boletos.
- Cada uno de ustedes recibió un boleto al ingresar, expliqué. Al final de este acto, extraeremos un boleto al azar. ¡El ganador tendrá el privilegio de acompañarme en el escenario!
Mientras el asistente distribuía los boletos, mi mirada escudriñó al público. Buscaba a mi primo, el último eslabón en mi cadena de venganza. Lo distinguí entre la multitud, destacando por su elegancia y su aire de desconfianza. Él, como sus hermanos, poseía una debilidad por las emociones fuertes, las bromas pesadas y el circo. Sabía que la tentación sería irresistible.
- Y ahora, damas y caballeros, ¡ha llegado el momento de seleccionar a nuestro voluntario!, exclamé. Agité el bombo y extraje un boleto al azar. ¡El número ganador es... [17]!"
El público entero revisó sus boletos, pero yo sabía quién poseía ese número.
Una exclamación contenida recorrió el público. Mi primo, con una mezcla de incredulidad y pavor, fue empujado al escenario.
- ¡Felicidades!, dije con una sonrisa que helaba la sangre. ¡Esta noche, protagonizarás nuestro acto final!
Me fulminó con la mirada, pero su desconfianza llegaba demasiado tarde.
Atado a la ruleta, con los ojos vendados y la boca amordazada, se encontraba mi último primo. Su cuerpo temblaba de terror, pero el arrepentimiento ya no tenía cabida. La ruleta era el símbolo de su destino, una ruleta rusa que solo ofrecía muerte y sufrimiento.
Tomé una pistola plateada, grabada con runas ancestrales, y la apunté hacia mi primo.
Suelto una risita mientras levanto la pistola, apuntando al centro del escenario. El silencio se corta con el metálico chasquido al amartillarla.
- ¡Damas y caballeros, un pequeño susto para despertar sus sentidos!exclamo con una sonrisa traviesa. Aprieto el gatillo.
El estruendo del disparo hace que el público salte en sus asientos, pero justo en ese instante, la Ruleta Rusa Circense cobra vida. Luces parpadeantes iluminan el intrincado mecanismo, y el zumbido del motor llena el aire mientras la ruleta comienza a girar lentamente, creando una tensión insoportable. El chirrido del metal resonaba en el aire, como un lúgubre preludio a la muerte.
- ¡Silencio!, grité, reprimiendo una risita histérica. ¡Ha llegado el momento de la verdad!
La ruleta se detuvo, y la aguja apuntó... ¡a un recipiente rebosante de ácido sulfúrico!
Los ojos de mi primo se desorbitaron con horror, aunque la venda le impidiera ver. Sintió el ácido gotear sobre su piel, disolviéndola hasta el hueso. Sus gritos ahogados se mezclaron con los aplausos frenéticos del público, que celebraba la muerte como un espectáculo grotesco.
La sangre salpicó la ruleta y las primeras filas, tiñendo de rojo la noche. Era una pintura macabra, una obra de arte que daba vida a mi venganza.
En ese instante, yo era la dueña de la ruleta, la maestra de ceremonias de un espectáculo de horror. Y el público, mis cómplices silenciosos, sedientos de sangre.
El público permanecía en silencio, petrificado. Algunos gritaban, otros vomitaban. Pero la mayoría observaba con una fascinación morbosa, incapaces de apartar la mirada de la carnicería.
Pero entonces, la realidad los golpeó sin piedad. Alguien entre el público se alzó, gritando:
- ¡Se está muriendo de verdad! ¡Lo asesinó de verdad!. Los murmullos se propagaron como un incendio. Algunos regurgitaron al ver la sangre correr. El horror paralizó a la multitud.
Yo, con una sonrisa sádica, contemplé el caos.
- Espero que hayan disfrutado del espectáculo, dije con una voz que helaba la sangre hasta la médula.
El público huyó despavorido, tratando de escapar del circo. El pánico se apoderó de todos, generando una estampida. El hedor a ácido y sangre impregnaba el aire, convirtiendo la noche en una pesadilla.
Mientras la gente escapaba, tomé el micrófono y sentencié:
- Y este fue el gran acto final. Luego, me quité los guantes blancos y los arrojé al suelo, como despojándome de mi propia humanidad.
Mientras caminaba, vi los carritos de cotufas abandonados en el suelo. Las Algodoneras yacían olvidadas. Tomé un algodón de azúcar de uno de ellos y lo probé. El dulzor empalagoso no lograba disipar el sabor amargo de la venganza. Lo lancé, y rodó hasta caer en un charco de sangre. El algodón de azúcar se tiñó de rojo, un dulce presagio de la carnicería que dejaba atrás.