Un amor oscuro y perverso

33 El cobertizo

AUDREY CAMPBELL

"La línea entre la cordura y la barbarie es más delgada de lo que creemos. Todos somos capaces de cruzarla."

La madera crujió bajo mis pies al alejarme de la cabaña, como un lamento silencioso. Afuera, la noche era una fauce hambrienta, la llovizna una garra helada que arañaba mi piel. Sentí las gotas frías, como dedos espectrales, colándose por mi cuello, empapando mi ropa, pero ya nada importaba. Mis ojos, fijos con obsesión en el cobertizo, una sombra amenazante recortada contra el cielo del color de la sangre coagulada.

Cada paso era una agonía, las botas hundiéndose en el barro pútrido. El pantano susurraba secretos inconfesables bajo mis pies, intentando arrastrarme a sus profundidades. Un gemido ahogado escapó de mis labios, mientras luchaba contra la frustración y el miedo. Debía ser silenciosa, como un espectro. No podía permitirme despertar a los horrores que dormían en la oscuridad.

La cabaña permanecía a mi espalda, muda y amenazante, con sus ventanas como cuencas vacías. Una fachada de calma engañosa, tras la cual las sombras danzaban en un aquelarre de secretos retorcidos.

A medida que me acercaba al cobertizo, la tensión se volvía insoportable, como una soga apretando mi garganta. Podía sentir la mirada lasciva de la cabaña vecina sobre mí, un ojo invisible que escrutaba cada uno de mis movimientos. El cobertizo se alzaba ante mí, imponente y siniestro, un mausoleo de lo desconocido.

Al acercarme, el candado brillaba con una maldad silenciosa. Un trozo de metal oxidado, como un diente cariado, custodiando la entrada a un abismo de secretos. Intenté forzarlo con las pinzas, pero el metal se burló de mi desesperación. La frustración se convirtió en rabia, pero no me rendí. Tenía que entrar. Tenía que desenterrar la verdad, aunque me costara el alma.

El metal frío de las pinzas resbalaba entre mis dedos entumecidos, ¡maldita sea! La lluvia me calaba hasta los huesos, pero no podía ceder. ¿Qué horrores se ocultaban tras esas paredes? La imagen de la anciana, con sus ojos vacíos, y las palabras del hombre del bar, resonaban en mi mente como un eco infernal. Tenía que saber, aunque la locura me aguardara al otro lado.

Un ruido me heló la sangre en las venas. ¿Pasos? ¿Acaso salían de la cabaña, arrastrándose desde la pesadilla que contenía? Mi corazón martilleaba contra mis costillas, un tambor de guerra a punto de estallar. Me fundí contra la pared del cobertizo, conteniendo la respiración hasta que mis pulmones suplicaron clemencia.

Los pasos se acercaban, implacables, lentos y pesados como la marcha de un verdugo. Cada pisada era un golpe de pánico, un clavo más en el ataúd de mi cordura. De pronto, los sentí justo detrás de mí, acechándome en la oscuridad. Demasiado cerca.

Un aliento cálido y fétido rozó mi oreja, como la exhalación de una bestia. No era la respiración agitada de un ser humano, sino algo más... denso, primario, casi animal. Un olor nauseabundo, acre y metálico como sangre oxidada, invadió mis fosas nasales, revolviendo mi estómago. No lo reconocía. No era nadie que conociera, ni nadie de este mundo.

Mierda, pensé, con el cerebro gritando en silencio. ¿Qué demonios es esto?

Antes de que pudiera siquiera concebir la idea de huir, una mano callosa me cubrió los ojos, sumiéndome en la nada. Otra, como una garra, tapó mi boca, sofocando mis gritos. Tejido áspero contra mi piel, un sudario anticipado. Luché, desesperada, intentando zafarme de su agarre, pero era inútil. La fuerza de mi agresor era inhumana, aplastante. Mis músculos se negaron a obedecer, traicionándome en el momento crucial. Era como si estuviera atrapada en una pesadilla viscosa, incapaz de despertar.

Una voz, suave como terciopelo en la superficie, pero con un filo de acero helado en su núcleo, susurró en mi oído, destilando una promesa de dolor:

— Quédate quieta.

Un silencio sepulcral siguió al susurro, un silencio tan denso que podía saborearlo como polvo en la lengua. Nunca había escuchado esa voz, una melodía de pesadilla que parecía surgir de las profundidades de la tierra. Era como si cada palabra fuera un fragmento de hielo capaz de desgarrar mi alma, dejando tras de sí un vacío helado. Un escalofrío, más allá del frío de la lluvia, me recorrió como una serpiente venenosa, paralizándome de pies a cabeza. ¿Quién era este ser que me sujetaba con una fuerza sobrehumana, que emanaba un aura tan oscura y amenazante que parecía extinguir la luz a su alrededor? Un presentimiento gélido se apoderó de mí, la certeza de que nada bueno saldría de este encuentro.

La mano desapareció de mi boca, permitiéndome aspirar una bocanada de aire frío y húmedo, un último respiro antes de sumergirme en la oscuridad.

— Será mejor que quites esas manos de mi cuerpo, maldito —logré escupir, con la voz temblorosa pero desafiante—. Si me haces algo...

Otra mano, implacable, volvió a taparme la boca, silenciando mi grito de rebeldía.

— Veo que no aprendes por las buenas —susurró la voz en mi oído, destilando una paciencia aterradora—. Tendré que darte una lección que jamás olvidarás.

Me estampó contra la pared del cobertizo, con una violencia brutal. El golpe resonó en mi cráneo, haciendo que las estrellas danzaran ante mis ojos, pintando el mundo de rojo y negro. Me sentí aturdida, desorientada, a punto de perder el conocimiento.

—Te lo dije, Audrey. Te di una advertencia, una oportunidad para alejarte de la verdad, pero no haces caso. Siempre quieres ver más allá de lo que te importa, escarbando en lo que no te concierne.

Su voz... era extraña, inquietantemente familiar, pero retorcida, distorsionada por una máscara de intenciones ocultas. No era la misma voz que había escuchado antes, sino una parodia grotesca, como si la estuviera forzando, como si se estuviera disfrazando de algo que no era.

Volvió a sujetarme con fuerza, inmovilizando mis brazos como si fueran ramas secas. El pánico me atenazó la garganta, impidiéndome respirar. Mi corazón latía con furia, amenazando con reventar, pero no podía permitirme ceder al miedo.




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