AUDREY CAMPBELL
"Te entregué mi alma, y tú la vendiste al diablo a cambio de tu propia felicidad."
El amanecer se filtró a través de las rendijas de la ventana, un rayo de luz cruel que me abofeteó el rostro, revelando la miseria a mi alrededor. Me removí entre las sábanas pegajosas, gimiendo como un animal herido. El cuerpo me dolía con una intensidad lacerante, cada músculo entumecido y rígido como si me hubieran enterrado viva. Abrí los ojos con dificultad, la vista nublada por la pesadilla, la cabeza dando vueltas en un torbellino de recuerdos fragmentados. ¿Dónde estaba? ¿Qué demonios había pasado?
Poco a poco, la niebla tóxica en mi cerebro comenzó a disiparse, revelando la cruda realidad. Estaba en la cabaña. En mi cama. Pero algo estaba terriblemente mal, algo no encajaba en esta macabra escena. Un hedor nauseabundo a tierra húmeda y carne putrefacta impregnaba la ropa de cama, invadiendo mis fosas nasales y revolviendo mi estómago. Me incorporé de golpe, la mandíbula tensa, el corazón latiendo con fuerza en mi garganta. Alguien me había traído de vuelta aquí. Alguien me había arrastrado desde el pantano, como a un despojo, y me había metido en la cama, profanando mi santuario.
La sola idea me revolvió el estómago, provocando arcadas.
Me puse de pie, tambaleándome como una marioneta rota. Un pequeño espejo mugriento colgaba torcido en la pared, reflejando mi propia degradación. Me acerqué con cautela y observé mi reflejo con horror. El rostro cubierto de barro seco y sangre coagulada, el cabello enmarañado y lleno de hojas y ramitas, como si la tierra misma reclamara mi cuerpo. Un hematoma violáceo, como una flor marchita, florecía grotescamente en mi frente, justo donde me había golpeado, recordándome la brutalidad del ataque.
—Maldito seas —siseé, apretando los puños con rabia impotente.
Necesitaba cambiarme de ropa, ducharme con agua hirviendo, quitarme esta inmundicia de encima, borrar el recuerdo de sus manos sobre mi piel. Pero el único baño de la cabaña estaba afuera, a la vista de todos. Y eso significaba enfrentarme a las miradas curiosas y las preguntas indiscretas de los demás, exponiendo mi vulnerabilidad al mundo. La idea me crispaba los nervios, pero no tenía otra opción.
Respiré hondo, intentando controlar el temblor en mis manos, agarré mi ropa sucia y abrí la puerta con cautela, como si temiera despertar a un monstruo dormido.
El aire fresco y húmedo de la mañana me golpeó en la cara, pero no logró aliviar la opresión en mi pecho. Di unos pasos vacilantes hacia el baño, tratando de ignorar la sensación escalofriante de que me observaban desde las sombras, de que era una presa acechada por un depredador invisible. Pero al abrir la puerta del baño, me encontré con una sorpresa inesperada, una visión que me heló la sangre en las venas y me hizo retroceder con un grito ahogado.
Una persona salió del baño, era Jackson.
Su mirada me recorrió como un látigo, una mezcla de asombro fingido y desprecio palpable.
—¿Qué te ha sucedido, Audrey? —preguntó, con una sonrisa burlona que revelaba la crueldad en su interior—. ¿Acaso te perdiste en una orgía salvaje en el pantano y te revolcaste con las criaturas de la noche?
Sus ojos se detuvieron con morbo en el barro que cubría mi ropa, en el hematoma violáceo que desfiguraba mi frente, como si estuviera disfrutando de mi humillación.
—Y luego te atreves a negar que estás perdiendo la cordura. Mírate nada más, pareces una aparición salida de la fosa.
Me quedé paralizada, incapaz de articular palabra, sintiendo la humillación quemándome por dentro como un ácido corrosivo. Deseé con todas mis fuerzas abalanzarme sobre él y golpearlo hasta hacerlo sangrar, pero me contuve, reprimiendo mi furia. No podía permitir que viera mi reacción, que se deleitara con mi sufrimiento.
Suspiré, intentando calmar el torbellino de emociones que me sacudía. Necesitaba entrar al baño, ducharme y quitarme esta inmundicia de encima, recuperar mi dignidad. Pero sabía, en lo más profundo de mi ser, que ese encuentro no había sido una simple coincidencia. Jackson sabía algo, estaba seguro. Y yo tenía que descubrir qué era, aunque me costara la vida.
—¿Por qué me observas con tanta intensidad, Jackson? —pregunté, tratando de ocultar la agitación que me embargaba, aunque mi voz temblaba ligeramente.
Me escrutó de arriba abajo, como si fuera una pieza de carne en un mercado, con una sonrisa burlona que revelaba su satisfacción. Sabía que ocultaba algo, que se estaba burlando de mí. Sabía por qué estaba así, conocía la verdad detrás de mi apariencia.
—¿Acaso has perdido la lengua, Audrey? ¿O es que la culpa te ha dejado sin palabras? —insistió, acercándose peligrosamente—. Bueno, tampoco me importa lo que tengas que decir. Ya veo todo lo que necesito ver.
Intento pasar a su lado, pero lo agarré del brazo con fuerza, impidiéndole el paso.
—¿Por qué me miras con tanta intensidad, Jackson? —repetí, con una voz que apenas era un susurro, pero que contenía una advertencia—. ¿Qué es lo que sabes?
Me escrutó de arriba abajo, con una sonrisa burlona que helaba la sangre. Sabía que ocultaba algo, que se estaba burlando de mí, que conocía la verdad detrás de mi sufrimiento.
Mis dedos se hundieron en su piel, aferrándote a él como si fuera la única tabla de salvación en un mar de dudas. Lo miraste fijamente a los ojos, intentando descifrar la verdad en su mirada. Sentiste que sus pupilas te penetraban, como si intentaran extraer algo valioso de tu interior, algo que no querías revelar.
—¿Fuiste tú quien me trajo de vuelta a la cabaña? —espetaste, con una voz que temblaba ligeramente, pero que contenía una determinación inquebrantable.
Mi agarre se hizo más fuerte, apretando tu brazo hasta marcar su piel.
—¿De qué demonios estás hablando, Audrey? ¿Acaso has perdido el juicio por completo?