LECTOR OMNISCIENTE
"Bajo la máscara de la civilización, se esconde un instinto primal capaz de la mayor atrocidad."
Habían rodeado la cabaña, el Coronel sentía la presión asfixiante de la frustración. Diez agentes enviados al pueblo, la montaña rodeada, y aún así el objetivo seguían esfumándose entre las sombras. El teléfono sonó por enésima vez. Era otro superior exigiendo resultados. Con un gruñido, el Coronel colgó la llamada antes de que terminara la frase.
— ¿Alguna novedad?, preguntó el Coronel al equipo reunido en la cabaña.
Justo en ese momento, un agente interrumpió.
— Coronel, encontramos al Capitán Heiner. Lo están esperando afuera.
El Coronel salió rápidamente de la cabaña y se encontró con Heiner, el pelirrojo que había estado trabajando encubierto con el objetivo.
— ¿Qué sabes?, preguntó el Coronel, con impaciencia.
— Lo más probable es que hayan huido montaña abajo, cerca del pueblo, respondió el capitán, proporcionando la información que había logrado recopilar.
El Coronel asintió y dio órdenes precisas:
— Alístense. Diríjanse al pueblo. Ustedes, vayan montaña abajo y reporten cualquier novedad.
Mientras los agentes se dispersaban, el Coronel se dirigió al capitán con una mirada penetrante.
—¿Son asesinos verdad?
Heiner vaciló por un instante, pero luego respondió con firmeza:
— Sí, Coronel. Y puedo asegurar, sin dudarlo, que son asesinos a sangre fría.
En ese momento, el teléfono del Coronel volvió a sonar. Frustrado, contestó de mala gana.
— ¿Qué ocurre ahora?.
— Atrapamos a una, informó la voz al otro lado de la línea.
El Coronel sintió un atisbo de alivio.
—¿A quién?.
Una chica rubia. La que nos enseñó en la foto. Ojos color avellana.
El Coronel sintió un vuelco en el estómago.
— ¿Alexa? ¿La tienen?.
— Afirmativo. Alexa está en nuestra custodia.
— Arréstenla, ordenó el Coronel con voz firme. Monten la patrulla y llévensela. Y sigan buscando a los demás. ¡No se detengan!.
El Coronel clavó la mirada en el dossier. Alexa era la primera ficha; tras ella, los demás se desplomarían, arrastrados por un destino ineludible. La cacería continuaba, y él estaba decidido a llevar a todos ante la justicia.
La idea fija de capturarlos a todos era un fuego helado que le quemaba las entrañas. Sabía que estaban ahí, en algún lugar de la montaña, y no descansaría hasta llevarlos ante la justicia. Pero aún más acuciante era la necesidad de desenterrar al traidor, la víbora escurridiza que envenenaba su propia casa.
— Lo encontraré, murmuró para sí mismo.
El Coronel comenzó a descender la montaña junto con sus hombres. Se abrían paso entre las ramas, con las armas listas, atentos a cualquier sonido que pudiera delatar la presencia de sus presas. A medida que avanzaban, la tensión aumentaba.
Un alto repentino. Ante ellos, como una burla del destino, yacía una prenda femenina, abandonada a la merced del viento. Era una prenda delicada, de seda, que parecía pertenecer a alguien de clase alta. Seda pura, una caricia de lujo profanada por la tierra, un eco silencioso de un mundo que ya no les pertenecía.
— Podría ser de uno de ellos, comentó uno de los agentes.
El Coronel frunció el ceño.
— Revisen la zona, ordenó. 'No toquen nada.
Continuaron avanzando, con la prenda en la mano, buscando alguna pista que los llevara hasta Audrey y Jackson. El pueblo, un laberinto de sombras y uniformes, era una mera distracción. La montaña, en cambio, guardaba el secreto, la llave que abriría las puertas de su obsesión.
En un sendero menos transitado. A medida que avanzaba, una sensación extraña lo invadía. Era como si algo terrible hubiera ocurrido en ese lugar.
De repente, el hedor a sangre lo golpeó con fuerza. Siguió el rastro del olor y pronto se encontró con una escena dantesca: un cuerpo boca abajo, ensangrentado y mutilado. Encima del cuerpo, una flor negra, marchita por la muerte.
El Coronel sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal.
— ¡Llamen a los forenses!, gritó a sus hombres. ¡Necesito que identifiquen este cuerpo!.
A medida que se acercaba más gente, el Coronel descubrió más cuerpos, uno tras otro. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos brutalmente asesinados. Algunos cuerpos estaban en avanzado estado de descomposición, mientras que otros apenas comenzaban a descomponerse.
El Coronel comprendió que se enfrentaba a algo mucho más grande que una simple fuga. Había un asesino en serie suelto en la montaña.
Con el rostro desencajado, el Coronel se dio la vuelta y ordenó a sus hombres:
— ¡Busquen en cada rincón de esta montaña! ¡Que nadie escape!.
Luego, comenzó a descender de nuevo hacia el pueblo, con el olor a sangre y muerte impregnado en su memoria.
A pesar de tener solo 26 años, el Coronel estaba al mando de la operación. La razón era simple: se había obsesionado con el caso y jurado atrapar a los culpables, costara lo que costara.
— Los tengo en la mira, murmuró, apretando los puños.
Al llegar al pueblo, el Coronel dio una orden tajante:
— Si los ven, y no pueden capturarlos, ¡mátenlos! Quiero a los francotiradores en posición. No quiero más basura en este lugar. ¡Vivos o muertos, los quiero fuera de aquí!.
La orden, un latigazo de fatalidad, se propagó entre las filas. Los francotiradores, sombras letales, tomaron posiciones.
El Coronel avanzó por las calles silenciosas del pueblo, con un grupo de agentes siguiéndolo de cerca. La tensión era palpable. En un callejón, divisó una tienda de antigüedades. Hizo una señal a sus hombres y se dirigió hacia ella.
Al cruzar el umbral, una presencia lo envolvió. Una anciana, con una sonrisa que ocultaba un laberinto de secretos, lo aguardaba.
— Coronel, sabía que vendría, susurró con una voz que parecía venir de otro tiempo.