TOM.
Alejandro me observa, inclinándose hacia adelante como si intentara leer mis pensamientos. Es una mirada pesada, cargada de preguntas.
—¿Por qué te has quedado mudo? —interroga finalmente rompiendo el silencio.
Intento reaccionar, pero las palabras se me atascan en la garganta. Respiro hondo y dejo la botella de cerveza sobre la mesa.
—Es que... no lo entiendo, Alejandro. —Me paso una mano por el cabello, frustrado—. Bianca... la última noche que estuvimos juntos era la misma de siempre. Divertida, amorosa, tan llena de vida, te puedo asegurar que me amaba. Y, de repente...
Hago una pausa. Las palabras saben a cenizas en mi boca.
—¿De repente qué? —insiste él, apoyando los codos en la mesa.
—De repente, a la mañana siguiente, todo se fue a la mierda. —Mis dedos tamborilean sobre la madera mientras intento juntar mis pensamientos—. No sé qué pasó. Esa noche todo parecía estar bien, pero a la mañana siguiente... me dejó, sin una explicación, solo me dijo que… —me parte el ego y el alma repetirlo—; yo no era suficiente para ella.
Alejandro no dice nada, su mirada cambia tras mi confesión. Imagino que está procesando lo que acabo de decir. Lo conozco lo suficiente como para saber que está intentando conectar los puntos, como yo lo llevo haciendo desde entonces.
—Lo he pensado mil veces —continúo, sin mirarlo directamente—. He buscado respuestas en cada detalle, en cada conversación que tuvimos cada puñetero día desde entonces y no he encontrado nada, hasta ahora. ¿Qué haría que cambiara de parecer de la noche a la mañana? ¿Tal vez la enfermedad de su madre?
Alejandro me estudia, pero esta vez no tiene una respuesta rápida.
—Tom... —empieza a decir, pero lo interrumpo levantándome.
—Necesito salir. —Busco mi abrigo, sintiendo el peso de su mirada—. Luego te llamo.
No espero su respuesta mientras me dirijo hacia la puerta. Mi mente es un torbellino, pero hay una sola dirección clara: tengo que hablar con Bianca.
Cuando llego a su casa, la tarde está cayendo. Me detengo frente a la puerta dudando por un instante antes de llamar. Necesito respuestas, pero no sé si estoy listo para escucharlas.
La puerta se abre y, para mi sorpresa, no es Bianca quien aparece, sino el doctor Henry.
—¿Tom? —dice, frunciendo ligeramente el ceño.
—Henry... —respondo, todavía sorprendido—. ¿Está Bianca?
Él sacude la cabeza.
—No, no está en este momento. ¿Quieres que le deje algún mensaje?
Antes de que pueda responder, escucho una voz familiar desde el interior.
—¿Quién es, Henry?
Lidia aparece en el marco de la puerta. A pesar de los años, su semblante sigue siendo cálido, aunque más frágil. Cuando me ve, su expresión cambia, mezcla de sorpresa y algo más que no logro descifrar.
—Tom... —su tono se suaviza—. Pasa, por favor.
Henry parece dudar, pero Lidia le lanza una mirada que no admite discusión. Me hace un gesto con la mano para que entre, y, aunque no estaba preparado para esto, doy un paso adelante.
El interior de la casa me resulta dolorosamente familiar. Cada rincón me recuerda a Bianca, a su risa, a nuestras conversaciones, a todo lo que creí que teníamos.
—¿Quieres un té? —ofrece Lidia mientras se sienta en el sofá, señalándome el asiento frente a ella.
—No, gracias. Estoy bien. —Mi voz suena más tensa de lo que pretendía.
Henry murmura algo sobre volver más tarde y se despide con un gesto. Cuando se va, el silencio entre Lidia y yo se vuelve casi palpable.
—No esperaba verte por aquí —murmura finalmente, con esa dulzura que siempre me hizo sentir como en casa.
—Yo tampoco esperaba venir, pero... necesito hablar con Bianca.
Lidia me observa con una mezcla de pena y comprensión. Sé que sabe más de lo que dice, y eso solo hace que mi ansiedad aumente.
—Bianca no está en este momento, me ha escrito diciendo que iría al bar de Enrique con Sofía a tomar un café, pero... ¿quieres hablar conmigo?
Titubeo, pero al final asiento. Quizás, solo quizás, ella pueda darme las respuestas que Bianca nunca me dio.
Sentado frente a Lidia, me siento incapaz de articular mis pensamientos. Su presencia siempre me había dado una sensación de calma, pero ahora el aire está cargado de palabras no dichas y un peso que no logro descifrar.
—¿Cómo estás, Lidia? —pregunto finalmente, intentando romper el hielo.
Ella sonríe, una sonrisa que no alcanza sus ojos.
—Estoy bien, Tom. O, al menos, lo mejor que puedo estar dadas las circunstancias.
Sus palabras me inquietan, pero trato de mantener la compostura.
—¿Desde cuándo estás... enferma?
Su expresión cambia y, por un momento, parece debatirse entre contarme la verdad o protegerme. Finalmente, suspira y se acomoda en el sofá.
—Tom, sé por qué estás aquí. —Su tono es amable, pero directo—. Y sí, tus sospechas son ciertas.
Siento un nudo en el pecho antes de que siquiera termine la frase.
»Me enteré de que estaba enferma poco después de que mi esposo falleciera. —Lidia habla con calma, pero puedo percibir el peso que estas palabras llevan consigo—. Fue un golpe duro para Bianca, pero también para mí.
Me quedo en silencio, esperando a que continúe.
—Tuve que contarle a Bianca. No podía ocultárselo, aunque lo intenté al principio. Pero ella... ella es tan fuerte, Tom. Mucho más de lo que crees. Fue ella quien tomó las riendas cuando yo ya no podía.
—¿Qué hizo? —pregunto en un susurro, temiendo la respuesta.
—Vendió su beca para Winston. —Lidia me mira a los ojos, como si esperara mi reacción—. Todo el dinero que había ahorrado para irse lo puso en mis tratamientos. También rehipotecó esta casa. Sin decirme nada, tomó decisiones que ninguna joven debería tener que tomar a su edad.
Siento como si el aire se hubiera evaporado del cuarto. Cada palabra suya es un golpe directo a mi pecho.
—No puedo creerlo... —murmuro, con la garganta seca—. No sabía nada de esto.
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Editado: 04.01.2025