Un amor prohibido

· 0. Prólogo ·

Hace diez años, Zeel², Krainsnów¹.

Narrador omnisciente.

La casa de los Callahan se encontraba totalmente a oscuras a esas horas de la mañana. Apenas eran las siete y media del primer domingo del mes, pero la pequeña Enya sentía como si hubiesen pasado ya varias semanas. Odiaba con toda su vida el mes de febrero tanto como odiaba tener que modelar para distintas revistas infantiles, donde su madre la obligaba a hacer caras tontas, porque "eso hacen las niñas lindas de las revistas". Pero si algo odiaba incluso más que todo lo anterior, eran los domingos. Tenía que levantarse a las seis y media, hacer mínimo cuarenta y cinco minutos de ballet, ponerse un vestido —por lo general uno pomposo y bastante incómodo de usar— y recibir visitas de los amigos de sus padres que la llenaban siempre de las mismas preguntas.

El reloj acababa de dar las siete y cuarenta y cinco, cuando desde su lugar en el solitario comedor, escuchó el sonido lejano de un objeto cayendo al agua.

Solo hace mes y medio que vivían en aquella casa, sin embargo, la pequeña Enya no había cruzado más allá de su jardín delantero a pie. A todos lados iba escoltada y en auto, a pesar de que fuera al supermercado que había unas cuadras más arriba. Y si bien por su padre sabía que tenían de vecinos una pareja con un niño más o menos de su edad, jamás había tenido la oportunidad de verlos. Su madre tampoco. Estaba tan ocupada en sus asuntos, que a veces olvidaba que no estaba ella sola en casa.

Otra vez la pequeña rubia-pelirroja escuchó el sonido lejano de un objeto cayendo al agua, así que tentada por la curiosidad que le causaba aquel sonido —y aprovechando que los únicos dos sirvientes que trabajaban en su casa no estaban a la vista—, bajó de su asiento y se asomó por los cristales de la puerta que daba a la piscina. No alcanzaba a ver nada más que una bola de pelos color negro y café moviéndose por la parte trasera de su jardín.

¿Acaso eso era lo que ella creía que era?

Movida por su curiosidad, la pequeña Enya salió al jardín, cerró la puerta a sus espaldas, y cuando confirmó que sí, que efectivamente era un cachorro de perro lo que había visto en la lejanía, empezó a correr. A pocos pasos de llegar a él, la silueta de un niño delgado en pie al lado de un estante que jamás había notado, la hizo detenerse.

Hubo un silencio por parte de ambos, hasta que finalmente ella dijo algo:

—Hola —lo saludó, regalándole una pequeña sonrisa, tal y como su madre le había enseñado.

El niño, receloso, alzó una ceja mientras miraba su ropa y su cabello. Ella pensó que la miraría mal toda la mañana, hasta que, sin más, este sonrió.

—Hola.

Ella se acercó un poco al cachorro que corría tras su cola a pocos pasos de ella, luego un poco más y, finalmente, lo tomó entre sus brazos. Era difícil mantenerlo quieto, pero pronto ella estuvo riéndose por las cosquillas que le hacia la lengua del perro en su cara.

—¿Es tuyo? —se atrevió a preguntar.

—Si, me lo regaló mi mamá.

La pelirroja pronto se encontró deseando el hecho de que su madre le regalara algo más que tediosos vestidos que ponerse, o largas horas de sesiones de fotos. Algo que pareciera más el regalo de una madre a su hija, y no de una agente de modelos a su musa.

—Es muy bonito —dijo ella, acariciando la espalda del cachorro.

Los ojos del niño cayeron en los de ella, y algo extraño brilló en ellos.

—Si que lo es.

Los ojos castaños de la pelirroja se apartaron de los ojos azul eléctrico del pelinegro, sintiendo de repente que su mirada tenía demasiado peso sobre ella. Estuvo a punto de decir algo más, pero pronto una sombra cubrió los pequeños rayos del sol que impactaban contra el escuálido cuerpo del niño, llamando su atención. Cuando alzó la vista, se encontró con un par de ojos tan azules como el cielo, que hacían juego con el tono del vestido que llevaba la dueña de aquella dulce mirada.

—Hola —ella murmuró, de pronto sintiendo mucha vergüenza, por lo que dejó al cachorro en el suelo.

"Esta debe ser la vecina de la que habló mi papá", pensó Enya. La miró mejor, y pronto se encontró sonriendo con ella. "Tiene una sonrisa muy bonita".

—Hola, preciosa. Soy tu vecina de al lado, Alexandra, y este es mi hijo Demián —dijo ella, colocando sus manos en los hombros del chico, justo antes de revolotear su cabello—. ¿Cuál es tu nombre?

—Yo soy Enya —ella respondió, y habiendo calmado sus nervios ya al ver el bello rostro de la mujer, prosiguió hablando—. El sábado voy a cumplir ocho años, y mi papá prometió que me haría una fiesta.

La sonrisa de Alexandra se amplió aún más. Luego de ese comentario tan innecesario —pero propio de un niño pequeño—, Enya le pareció, de repente, aún más tierna de lo que se veía.

—Me alegra. Espero estar invitada a tu fiesta.

Aunque la señora Kozlova solo quiso sonar amigable, Enya tomó bastante enserio su comentario.

—Está bien, le preguntaré a mi papá para saber si podemos invitar a tooda su familia —dijo, abriendo los brazos al momento de alargar la "o".

Alexandra sonrió, y estuvo a punto de responderle, cuando vio aproximarse a una mujer a espaldas de Enya, también pelirroja. Esperó en silencio a que llegara, y cuando lo hizo, extendió su mano en su dirección.

—Un placer conocerla. Soy su vecina de al lado. Alexandra.

—El gusto es mío.

A pesar de las pocas palabras que habían salido de su boca, el pequeño cuerpo de la pelirroja se estremeció cuando escuchó su voz. Podría ser que su madre estuviera sonriendo con amplitud, pero Enya sabia la verdad. El tono suave de su madre no la engañaba, mucho menos aquella aparente suavidad, pues sabía perfectamente que no había más que dureza dentro de ella, tal y como el agarre de sus huesudos dedos sobre sus delicados hombros.



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En el texto hay: amorprohibido, amorodio, pasadodoloroso

Editado: 06.05.2024

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