Un amor que viene de otro mundo (libro Uno)

Capítulo dos: no en sus manos sino en su brazo.

Base aérea Nacional. Comando central.

21:08 pm.
 

Bajó los escalones casi en trote. Escuchó los pasos de alguien más y siguió caminando. Sabía que el que la seguía no era más que su superior.

El estacionamiento estaba casi vacío, con tan solo cinco vehículos. Sacó la llave del bolsillo de su pantalón camuflado y presionó el botón para abrir los seguros de la puerta de su camioneta.

—Aurora— escuchó que la llamaba con suavidad pero lo ignoró. Llegó hasta la puerta y la abrió pero esta volvió a cerrarse debido al empujón que el hombre cuarentón le había dado—. No puedes decirles.

Aurora sabía a quiénes se refería.

—Ya dejé muy claro en la basa que no le diría a nadie.

—Te conozco— dijo mirándola con reproche.

Aurora bufó y le dio una palmada en el hombro—. Hazte a un lado. Debo irme.
Volvió a abrir la puerta y se sentó. Alzó su mano para meter la llave en el suiche del auto. Era obvio que las cosas no quedarían así, ella no iba a seguir una orden de un general sin bandera alguna.

—Aurora, no cometas ninguna indiscreción y no menciones nada. Sino lo haces por tu trabajo, al menos hazlo por Elisa.

Su mano quedó estática en el aire y se giró lentamente para mirarlo fulminante.

—No metas a mi hija en esto— espetó.

—Nuestra hija— corrigió el comandante.

La castaña apretó sus labios sin dejar de mirarlo severa. Dentro de la base podía ser su superior inmediato, pero fuera de esta, era su ex esposo. Así que sabía muy bien que aquello no era una orden sino un pedido. Uno que no cumpliría por razones obvias.

Metió la llave en el suiche, quitó la palanca de mano y tomó la puerta.

—Nunca haría nada que pusiese en peligro el bienestar de mi hija. Todo lo que hago, siempre será por su bien. Lo sabes. Ahora apártate— el comandante no protestó y se hizo a un lado suspirando rendido.

Aurora cerró la puerta y arrancó mientras el militar la veía marcharse mortificado. Conocía a Aurora, diez años de relación no habían caído en saco roto.

Era una mujer rebelde que había apaciguado ese carácter indomable en la escuela de la fuerza aérea. Era buena cumpliendo las reglas y los protocolos, nunca daba problemas y obedecía a sus superiores. Sin embargo, nunca haría nada que fuese contra las leyes o su ética, sin importar el rango o el poder que tuviera el que se lo ordenase.

Estaba seguro que ese caso tampoco sería la excepción. Mucho menos cuando se había metido con los suyos.

Sólo esperaba que su ex esposa tomase la decisión correcta. En lo que a él respectaba, nunca haría nada para perjudicarla pues, era la madre de su hija y le seguía guardando un gran cariño.

—Espero que tú y tus amigas no vuelvan este problema más grande— musitó y volvió a la base—. Aunque lo dudo. Nos meterás en un lío a todos.

En algún bosque a 1352 kilómetros del océano atlántico.

—Amplía el radio de las ondas infrarrojas y asegúrate de que ningún animal erguido en dos patas esté cerca de  nosotros.

—Se llaman humanos, Uriel— dijo el más alto mientras ajustaba en la pantalla las ondas infrarrojas y se aseguraba de que no hubiese ninguna persona cerca de la nave—. No hay rastros de ellos, por ahora. No tardarán en dar con nuestra ubicación.

Al principio habían pensado destruir la nave pero analizando la situación, era lo menos favorable. Así que decidieron encogerla.

—De acuerdo. ¿A cuántos átomos vas a comprimirla?.

—Lo suficientemente pequeña para cargarla y que no sea vista?. Júntalos lo más que puedas.

Asintió y comenzó con el proceso.

Ambos volvieron a ponerse sus cascos y ajustaron el cronómetro para iniciar con el encogimiento de la nave. Apenas comenzó la cuenta regresiva, salieron de la nave. Ambos seres que no  eran de ese mundo, veían a la tierra de forma diferente a los humanos. No veían los troncos de sus árboles sino su estructura interna y el fluir de su energía. Pero ocurría un detalle con los humanos, la energía de muchos de ellos era demasiado baja, casi imperceptible, podía hacérsele difícil verlos. Para eso tenían los cascos infrarrojos.

Acabado el tiempo del cronómetro, el generador en la muñeca en la muñeca de Uriel comenzó a brillar en un color azul que rayaba al blanco haciendo que el extraño circuito reluciera. Casi al instante la nave se encogió. No pudieron notar que detrás de ellos, la mitad de un país entero, se había quedado a oscuras.

Ambos se quedaron mirando el gran vacío que había dejado.

—Bien, ¿ahora cómo la conseguimos?. No la veo.

Zigor se preguntaba cómo era posible que Uriel fuese una deidad, si era tan estúpido.

—Recuerda que somos diferentes,Zigor. Tú eres tecnológico, yo soy espiritual. No te pido más que respeto.

Ahora entendía por qué lo era, había nacido con virtudes que él no poseía y que pocos en su planeta tenían la suerte de tener. Le pidió una disculpa y le explicó con paciencia que los cascos poseían un rastreador que los guiaría hasta la nave. Lo cierto era que Zigor ya había estado antes en  el planeta tierra y nunca había tenido un accidente.

Contrario a Uriel, que siendo una deidad, nunca había pisado un planeta por debajo de su gran energía. Ni siquiera tenía ganas de estar allí, no entendía por qué los ancianos lo había mandado al mundo más marginado del universo de Kesalia.

Una vez conseguida la nave, emprendieron su camino a quién sabe dónde. Conscientes de que no podían merodear con sus aspectos originales, decidieron buscar a un animal. Zigor tomó su sangre para estudiar y copiar su ADN, de esa forma tomó su aspecto. En cambio Uriel, sólo tuvo que concentrar toda su energía vital y transformarla en lo que veía; un venado. Ahí radicaba la diferencia entre ambos seres. Uno usaba su cerebro y el otro usaba su energía.
 




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