Después de ese primer encuentro, no pude dejar de pensar en ese niño. Me preguntaba quién sería, qué le gustaría hacer, qué le haría reír. Y entonces, un día, nuestras miradas se encontraron de nuevo.
Estaba jugando con mi hermana en la puerta de mi casa cuando lo vi acercarse. Me sentí nerviosa, pero también emocionada. Mi hermana me dio un empujón suave y me dijo: "Ve, ve a hablar con él".
Me acerqué a él con timidez, pero también con curiosidad. Me miró con una sonrisa y me dijo: "Hola, soy Josué". Me encantó la forma en que pronunció mi nombre.
"Hola, soy Alexandra", respondí, tratando de parecer tranquila.
Comenzamos a hablar y descubrimos que teníamos mucho en común. Nos gustaban los mismos juegos, las mismas películas, los mismos libros. Me sentí como si hubiera encontrado un amigo, un amigo especial.
Mientras hablábamos, me di cuenta de que me sentía cómoda con él, como si lo conociera de toda la vida. Y cuando se despidió y se fue, me sentí triste, pero también emocionada por haber conocido a alguien tan especial.
No sabía que ese niño se convertiría en el amor de mi vida, pero en ese momento, supe que quería seguir conociéndolo, seguir hablando con él. Y así comenzó nuestra amistad, una amistad que pronto se convertiría en algo más.
A medida que pasaban los días, nuestra amistad crecía y nos volvíamos inseparables. Pero había algo que nos ponía a prueba: la distancia. Josué vivía en otro lugar y tenía que regresar allí cada cierto tiempo.
Cada vez que se despedía, sentía una intensidad en mi pecho que no podía explicar. Era como si mi corazón se estuviera rompiendo en pedazos. Me abrazaba a él con fuerza, sin querer soltarlo.
"Te extrañaré", me decía, con la voz temblando.
"Yo también", respondía, tratando de contener las lágrimas.
Nos besábamos con pasión, como si fuera la última vez que nos veríamos. Y cuando se iba, me quedaba con una sensación de vacío que no podía llenar.
Pero en esas despedidas, también había una promesa implícita: nos volveríamos a ver, nos volveríamos a abrazar, nos volveríamos a besar. Y esa promesa me daba la fuerza para seguir adelante, para esperar su regreso.
No sabía que esas despedidas serían solo el comienzo de una larga historia de amor y separación. Pero en ese momento, solo sabía que lo amaba y que haría cualquier cosa para estar con él.
Cada vez que Josué se preparaba para irse, me sentía desesperada. No quería dejarlo ir, no quería estar sin él. Pero sabía que tenía que ser fuerte, por él y por mí.
Así que le entregaba una carta, una carta de despedida que le expresaba todo lo que sentía. Le decía cuánto lo amaba, cuánto lo extrañaría, cuánto deseaba que regresara pronto.
Después de entregarle la carta, me aislaba en un árbol de mi casa. Era mi refugio, mi lugar secreto donde podía llorar sin que nadie me viera. Me subía a una rama alta y me dejaba caer sobre las hojas, sollozando sin control.
Las lágrimas caían como la lluvia, mojando mis mejillas y mi ropa. Pero en ese dolor, también había una sensación de liberación. Me sentía aliviada de haber expresado mis sentimientos, de haber dicho adiós.
Y mientras lloraba, recordaba las palabras de Josué: "Te amo, Alexandra. Siempre estaré contigo, aunque estemos separados". Me aferraba a esas palabras, me aferraba al amor que sentíamos.
Así que, en ese árbol, entre sollozos y lágrimas, encontraba la fuerza para seguir adelante. Sabía que Josué regresaría, sabía que nuestro amor prevalecería sobre la distancia. Y eso me daba la esperanza para seguir viviendo, para seguir amando.