Pasaron años desde aquella despedida. Años en los que mi corazón latió con una mezcla de tristeza y esperanza. Me había acostumbrado a vivir sin Josué, pero nunca había dejado de amarlo.
Y entonces, un día, lo vi de nuevo. Estaba caminando por la calle, con la misma sonrisa que me había robado el corazón años atrás. Mi corazón latió tan fuerte que no supe qué decir. Me quedé paralizada, mirándolo como si fuera un fantasma del pasado.
Josué se detuvo frente a mí, con una mirada de sorpresa y alegría. Me tomó la mano, y sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo.
"Alexandra", susurró, como si temiera que fuera un sueño.
No pude hablar. Solo pude mirarlo, absorber cada detalle de su rostro, cada línea, cada expresión. Era él, mi Josué, mi amor.
Pasamos horas hablando, recordando, riendo. Fue como si el tiempo no hubiera pasado, como si fuéramos de nuevo aquellos dos niños que se enamoraron en un verano lejano.
Y cuando el sol se puso, Josué me tomó la mano y me llevó a un lugar apartado. Sacó de su bolsillo una manzana roja, como recuerdo de la que le había dado años atrás.
"Pensé en ti todo este tiempo", me dijo, con lágrimas en los ojos. "La traje como un recuerdo de nuestro amor, de nuestra promesa".
Mi corazón se derrumbó. Me sentí como si estuviera viviendo un sueño, un sueño del que no quería despertar.