Un amor, sin fin

La pérdida y el reencuentro

Dos largos años habían pasado desde que Josué se fue sin decir una palabra. Dos años en los que mi corazón había seguido latiendo por él, aunque mi vida había continuado sin él.

Pero un día, Josué regresó al pueblo donde nos habíamos conocido. No venía con una sonrisa en su rostro, sino con una expresión de tristeza y dolor. Me acerqué a él, preguntándome qué lo había llevado de vuelta a este lugar.

Y entonces me lo dijo: su madre había fallecido. La madre de Josué había sido una persona importante en su vida, y yo podía sentir el vacío que había dejado.

Me acerqué a Josué, y sin decir una palabra, lo abracé. Compartí su dolor, su pérdida. Lo abracé con fuerza, y él me devolvió el abrazo. Juntos, en silencio, compartimos el dolor de su pérdida.

Después de un rato, Josué me miró y me pidió: "Por favor, sácame de aquí. Llévame a otro lugar". Asentí, sin hacer preguntas. Lo tomé de la mano y lo llevé a mi casa.

Una vez dentro, Josué se dejó caer en el sofá, exhausto. Yo me senté a su lado, sin saber qué hacer o decir. Pero no necesitaba hacer nada. Solo estar ahí para él, en ese momento, era suficiente.

El silencio entre nosotros era palpable, pero no incómodo. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y solo existiéramos nosotros dos. Nuestros ojos se encontraron, y sin necesidad de palabras, supimos qué estaba sucediendo.

Sin decir una palabra, nos acercamos el uno al otro. Nuestros labios se encontraron en un beso apasionado, como si fuera la primera vez. Y en cierto sentido, lo era. Era la primera vez que estábamos juntos, sin secretos, sin miedos, sin obstáculos.

Mientras sus manos acariciaban suavemente mi espalda, sentí que mi cuerpo se derretía en sus brazos. Era como si estuviera volando en las nubes, sin preocupaciones, sin miedos, solo con la sensación de estar en el lugar correcto.

Me dejé llevar por sus besos, sus caricias, sus abrazos. Dejé que todo fluyera, sin resistencia, sin miedo. Y sin imaginarme, estaba piel a piel con él, sintiendo su calor, su pasión, su amor.

Era un momento mágico para mí, uno que nunca había experimentado antes. Todo mi ser se sentía vivo, conectado, amado. Sus besos eran como llamas que me consumían, sus caricias como suaves brisas que me acariciaban, sus abrazos como un refugio seguro donde me sentía protegida.

En ese momento, no existía nada más que nosotros dos. No había pasado, no había futuro, solo el presente, solo el amor que nos unía. Y yo me sentía libre, libre de todo, libre de mí misma.

Sus manos recorrían mi cuerpo, explorando cada curva, cada rincón. Y yo me sentía como si estuviera flotando, como si mi cuerpo no fuera mío, como si fuera una nube que se desplazaba en el aire.

Y entonces, su mirada se encontró con la mía, y vi en sus ojos algo que nunca había visto antes. Vi amor, vi pasión, vi devoción. Y supe que en ese momento, éramos uno, éramos el mismo ser, la misma alma.

Y en el piso de mi habitación, entre sábanas suaves y acogedoras, nuestros cuerpos se unieron por primera vez. Después de tanto desear ese momento, tanto anhelarlo, tanto soñarlo, finalmente era realidad.

Sentí su piel cálida contra la mía, su aliento en mi cuello, su corazón latiendo al ritmo del mío. Era como si el universo entero se hubiera detenido, y solo existiéramos nosotros dos, unidos en ese momento de pasión y amor.

Sus manos recorrían mi cuerpo, explorando cada curva, cada rincón, cada centímetro de mi piel. Y yo sentía que me derretía en sus brazos, que me fundía con él, que nos convertíamos en uno solo.

El dolor y la tristeza de la pérdida de su madre se desvanecieron en ese momento, reemplazados por la alegría y la felicidad de estar juntos. Era como si hubiéramos encontrado un refugio seguro, un lugar donde nada ni nadie podía herirnos.

Y en ese momento, supe que lo amaba más que nunca, que lo amaría por siempre. Y creo que él sintió lo mismo, porque su abrazo se hizo más fuerte, su beso más apasionado, su amor más intenso.




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