Nuestro día a día se convirtió en una rutina de amor y conexión. Nos contábamos todo, desde nuestros logros en el trabajo hasta los pequeños detalles de nuestra vida diaria. La distancia parecía desvanecerse con cada mensaje, cada llamada.
Nos bromeábamos constantemente sobre la distancia, como si fuera un juego. "Vente a tomar café hoy a mi casa", me decía Josué, sabiendo que era imposible. Pero para nosotros, era real.
A veces, me despertaba, le enviaba una foto y le decía: "Ya, mírate acá al lado mío, abrazado a un peluche". Él se reía y respondía: "Ese peluche es un sustituto pobre de mí".
Nuestros chistes y bromas eran una forma de mantener la conexión, de sentir que estábamos juntos a pesar de la distancia. Y funcionaba. Me sentía cerca de él, incluso cuando estábamos separados por miles de kilómetros.
En momentos de soledad, cerraba los ojos y me imaginaba que Josué estaba a mi lado. Sentía su presencia, su calor, su amor. Y cuando abría los ojos, sabía que nuestra conexión era real, que nuestro amor podría vencer cualquier obstáculo.
Un día, Josué me envió un mensaje que me hizo sonreír: "¿Sabes qué? Creo que ese peluche necesita un nombre". Me reí y respondí: "¡Claro! ¿Cómo lo llamamos?".
Y así comenzó una nueva tradición. Le pusimos nombre al peluche, "Peque", reí y una lágrima salio de mi, ese era el seudónimo que yo utilizaba para llamarlo de cariño, y se convirtió en nuestro símbolo de amor a distancia.