Vadim abre la boca como si quisiera añadir algo más, pero al final suspira con pesadez y se arrastra hacia el salón. Yo repaso mentalmente mi discurso para Mía. Tiene que sonar amable pero al mismo tiempo contenido, de modo que ella no sienta que tiene la ventaja y yo no quede como un idiota. Me quedo con la opción: “Está bien, puedes seguir trabajando” — breve, claro y sin detalles innecesarios.
—¡No está aquí! —grita Vadim—. ¡Ya se fue! ¡Maldición…!
Me pongo la camiseta a toda prisa.
—¡No pudo ir muy lejos! —respondo mientras corro hacia él—. Tiene una maleta enorme y la pierna lastimada. Aún podemos alcanzarla.
Salimos juntos disparados de la casa. Abrimos la verja y, de pie en la calle, miramos en todas direcciones.
—¿Ves algo? —pregunto, llevándome la mano a los ojos para protegerme del sol.
—No… Quizá tomó un taxi. Pero no pasa nada —saca las llaves del coche del bolsillo—. Conozco su dirección. Vamos directo allí.
—¿Y si vas tú solo?
—¡Skyler!
—Solo preguntaba…
Nos subimos al coche. Vadim me lanza unas gafas oscuras y me escondo detrás de ellas, aunque este disfraz solo sirve para tranquilizarme a mí mismo. En realidad, me reconocen con facilidad. No quiero que mis fotos matutinas acaben en la red: con cara de sueño, sin lavar y desaliñado. Ya me imagino el titular: “El aspecto de Skyler confirma la fuerte depresión tras los últimos acontecimientos”.
—Mira qué rápido huyó de ti… —murmura Vadim, concentrado en la carretera—. Felicidades, causaste una impresión fantástica en la chica.
—Ella no causó mejor impresión. Lo único que escuché de su boca fueron quejas. Que si la cocina vacía, la comida mala, el batido de proteínas horrible, las escaleras estúpidas… Es imposible complacerla.
—¿Y lo intentaste acaso?
En lugar de responder, me giro hacia la ventanilla. Paso todo el trayecto evitando la mirada de Vadim, observando la calle, los transeúntes que se apresuran al trabajo o salen del metro en masa, y sintiendo cierta envidia. A veces también quisiera ser una persona anónima y no pensar en reputación, entrevistas y periodistas.
Pero luego recuerdo cuánto gano, y se me pasa enseguida…
—Da la impresión de que estamos saliendo de la ciudad —comento cuando el paisaje se vuelve más gris y los rascacielos de vidrio son sustituidos por barrios viejos.
—Mía, igual que tú, vive en las afueras.
—Pero sus afueras parecen deprimente… No me gustaría estar aquí de noche.
Entramos en los patios.
—Debe de ser por aquí… —Vadim revisa la dirección en su libreta.
—¡Mira! ¡Un taxi! —ni siquiera sé por qué me alegra tanto—. Y ahí está ella.
Un coche verde de gama baja se estaciona justo delante de nosotros. En el asiento trasero veo a Mía. Paga al conductor y baja para sacar de la cajuela su maleta gigante.
—¡Tu turno! —Vadim me da un empujón—. Muéstrate en tu mejor versión.
—¿No vienes conmigo?
—No.
—¿Ni siquiera para darme apoyo moral?
—No. Te las arreglarás solo.
—¿Y si…?
—¡Skyler!
—Está bien, ya voy… pero no garantizo nada.
Abro la puerta y piso la acera. Instintivamente me aseguro de que no haya fans histéricas ni paparazzi cerca. Nada. Solo unas abuelas en los bancos y unos niños pequeños en el arenero, demasiado chicos para saber de música y convertirse en mis seguidores.
Camino despacio, retrasando el momento inevitable, y me acerco a Mía. Paso directo a la acción: la ayudo con la maleta. Eso debería conmoverla.
—¡Joder! —exclama ella en lugar de agradecer—. ¿Qué haces aquí? ¿Me estás siguiendo?
Dejo la maleta en el suelo y le indico al conductor que puede irse. Luego examino a Mía de arriba abajo. Hm… realmente se ve fatal. Los moretones y rasguños de ayer se han hinchado, más marcados y visibles.
—Pensé que… tu despido fue prematuro.
—Pues no —se sacude la mano—. Estoy perfectamente así.
—¡Pero yo no lo estoy!
—¿Y qué?
—Debemos intentarlo otra vez. En toda relación, incluso en una ficticia, hay dificultades. No quiero que estas dificultades sean más fuertes que nosotros.
Quedó magnífico. Suena tan bien que merece un libro de citas. Pero Mía solo pone los ojos en blanco.
—Hay relaciones que no vale la pena salvar. Lo mejor es romperlas a tiempo —responde, tirando de la maleta para quitármela.
—¡Mía! —mis nervios ceden. Trato de controlarme, pero la motivación de pedirle que vuelva se derrumba con cada segundo—. Karina nos espera. Tenemos mucho trabajo.
—No es mi problema —tira con más fuerza de la maleta, y apenas consigo sujetarla—. Te comportaste como un imbécil. Intentaste humillarme a cada rato. Eso no está en el contrato, y no tengo por qué soportarlo.
Quiero protestar. No recuerdo cuándo intenté humillarla. No fue así. Pero para no agravar el conflicto, decido ignorar esas acusaciones injustas. En su lugar, respiro hondo y, al exhalar, suelto:
—Perdón. No volverá a pasar.
Es un golpe directo a mi ego. Siento un dolor físico de lo desagradable que resulta.
—No te creo.
—Por favor —otro golpe. No aguantaré mucho—. Te necesito. Quiero recuperar mi popularidad. Quiero actuar, quiero ser invitado en programas de televisión y en fiestas…
—Y yo quiero respeto.
—Lo tendrás. Todo el que quieras.
—Y la cocina. No pienso comer tu pienso.
—Está bien. Puedes cocinar, siempre que mantengas la limpieza y el orden.
—¿Y la piscina?
—Negativo —respondo, y al instante me arrepiento porque ella se da la vuelta y cojea hacia el edificio—. ¡Quiero decir, sí! Nada en la segunda mitad del día. La mañana es mía. Es justo.
Ella se gira lentamente.
—Y tampoco pienso vivir en el segundo piso. No pondré un pie en esas malditas escaleras otra vez. Después de la caída de ayer desarrollé vértigo.
Me cuesta contener la risa.
—Bueno… desde el principio te propuse mudarte al sótano…