Ya era de noche, y la mansión de Agustín Fortunato se mantenía tranquila y silenciosa al servirse la cena. Loreta prácticamente no comió bocado, puesto que su angustia era tan grande que invadía su cuerpo y atormentaba sus pensamientos. Ya era sábado 14 de ese mes y "los coyotes del camino" debían de estar afuera de esa mansión, esperando la señal que ella debía darles para poder ingresar a saquear aquella vivienda.
Luego de cenar, Agustín y su esposa Celenia fueron a un gran salón, invitando a los jóvenes para poder charlar y jugar una partida de naipes.
— ¿Podríamos visitar la casa de Don Víctor? Sería agradable estar todos reunidos — preguntaba Loreta, ya que tenía las esperanzas de que ellos acepten, para no estar presentes cuando aparezcan los delincuentes.
— Si, también me gustaría ir y escuchar como Sergio quiere llamar a sus futuros 20 hijos... valla que niño, me alegra verlo tan feliz — reía Celenia
— Iremos mañana — responde Agustín, abriendo una botella de vino dulce que comienza a servir en pequeñas copas.
— ¿No podemos ir ahora? — insiste Loreta
— Ya es muy tarde querida, les visitaremos mañana — le sonreía Celenia
— ¿Por qué tanto interés en verles? — preguntaba Sebastián que estaba sentado a su lado.
— Por nada especial, es solo que ellos me agradan mucho. Disculpen, tengo que ir al baño — Loreta se levanta y sale de aquel salón, mientras la familia seguía charlando.
Al caminar por el pasillo en dirección a una puerta trasera que comunicaba a los patios, Loreta temblaba, no quería ayudar a la banda a cometer el atraco, pero él miedo que tenía hacia ellos era muy poderoso, puesto que aún su mente no comprendía que ya no le debía nada a su familia. El maltrato y daños psicológico que sufrió desde su infancia y que perduró años después, aún calaba hondo en su ser, como una vieja herida que no sanaba y la encadenaban a hacer la voluntad de ellos, como si fuera una esclava que no podía negarse a los deseos de su amo.
Loreta abre la puerta y enciende una vela, haciendo señas con ella y luego apagándola. Varios hombres encapuchados salen de entre medio de unos arbustos, puesto que habían atado con cuerdas, al único guardia que se encontraban vigilando las puertas, debido a que el resto de la seguridad, se encontraban en la fiesta de primavera que se estaba celebrando en el campo.
Uno de los encapuchados toma a Loreta por la muñeca para acercarla y susurrarle.
— ¿Dónde están los ricachones?
— En un salón — respondía atemorizada Loreta.
— ¿Quiénes más están? — pregunta otro encapuchado.
— Solo el mayordomo y tres sirvientas, más el guardia de la entrada — contesta la pelirroja.
— Entonces, que empiece la acción...
— Les suplico. No lastimen a nadie, tomen lo que necesiten y se marchan... recuerden el trato
— No te preocupes hijita, confíe en su padre, que ya le dimos nuestra palabra — dice el encapuchado que le tenía tomada por la muñeca.
— Pero si le daremos un susto, para que suelten toda la plata — comentaba otro cerca de ella que, por la voz, debía de ser Cristín, su hermano.
Eran 10 los encapuchados que entraron a aquella mansión, otros 10 se escondían por los jardines de la mansión y uno 20 más por los alrededores, en calles aledañas, vigilando que todo estuviera tranquilo y para dar aviso, si alguien llegaba o aparecía la policía.
Adentro de aquel salón, mientras los Fortunato charlaban tranquilamente, un grito se escuchaba a la distancia, lo que sobresalto a la familia que estaba reunida jugando a los naipes. Nuevamente otro grito se escucha más cercano a aquel salón, acompañado del llanto de una mujer y los improperios de un hombre.
Antes de que los Fortunato pudieran reaccionar, se abre la puerta de aquel salón abruptamente, apareciendo el mayordomo, asustado y agitado.
— ¡CORRAN SEÑORES! BANDIDOS HAN INGRESADO A LA...
El mayordomo guarda silencio cuando siente tras de su cabeza una pistola que le apuntaba y una mano que le tomaba con fuerza por el cuello de su camisa.
— Gracias caballero por anunciarnos a los señores de esta casa — responde un encapuchado.
Al ver aquella escena, Agustín salta de su silla y corre a una de las estanterías en donde tenía una pistola, pero rápidamente fue atajado por uno de los hombres, que lo inmoviliza y comienza a atarlo al igual que estaban haciéndolo con el resto de su familia.
Por la puerta ingresa otros encapuchados, trayendo maniatadas a dos criadas y a Loreta, arrojándolas al interior de la sala, junto con el mayordomo, a quien le habían amarrado las piernas, por no dejar de agitarse.
— No Loreta — decía Sebastián asustado cuando uno de los bandidos la empuja, cayendo cerca de Celenia.
— Malditos criminales... — bufaba enfurecido Agustín
— Ah señor, no sea grosero — responde uno de los bandidos, amordazándolo con una de las cuerdas, para impedir que hable.
Al igual que Agustín, hicieron lo mismo con el resto que ahí se encontraba.
Uno de los bandidos trae a la última sirvienta que estaba en aquella casa al interior del salón, que al igual que el resto, tenía atada las manos atrás de su espalda.
— Dime muchacha ¿Hay más personas dentro de la mansión? — pregunta uno de los criminales.
La criada abría mucho los ojos y negaba con la cabeza.
— No me mientas, si descubro que hay más personas en esta casa, te violaré, y tengo ganas de hacerlo, porque no estoy con una hace tiempo — seguía amenazando el hombre a la joven sirvienta.
La muchacha comienza a llorar y seguía negando con la cabeza, dando pequeños gemidos de terror.
— Bueno señores, seremos breves para no interrumpir su delicada noche burgués — habla de manera cortes uno de los encapuchados, que era el padre de Loreta y quien estaba a la cabeza del atraco al interior de la mansión.
Cada bandido tomo a uno de los que estaban en el salón y les obligaron a decir donde estaba el dinero, joyas, artículos de plata y todo lo que tenía un alto valor, divirtiéndose al romper jarrones y muebles a su paso.