—Daniel, Daniel —una voz femenina retumbaba por toda la estancia.
—Demonios —jadeo mientras se despertaba de aquel sueño que había tenido, el cual le recordó, la razón por la que estaba convertido en demonio disfrazado de humano.
—Demonio, tu —dijo la mujer—. Si no fueras el jefe, ya estuvieras despedido.
Daniel era el mejor neurocirujano de toda España, dueño y director del hospital donde trabajaba. Imponente, su voz tan ronca que mostraba el demonio que era, pero unos ojos, que mostraban el ángel que un día fue. Como había salido del abismo profundo en el que su creador lo había enviado era una larga historia que jamás contaría, su corazón estaba tan duro como una roca y sus sentimientos, estaban a flor de piel pero eran malos, sentimientos de rencor y dolor pero no era malo, aunque sonará contradictorio.
—Sabrina, más me valió ser el jefe.
—Mira, hay una joven que tiene un problema de la vista, tal parece, se está produciendo por un tumor, vamos a hacerle estudios, se va a atender aquí y pues nada, aquí tienes su expediente y vendrá a hablar contigo mañana, la cita de ella es a primera hora.
—Bien, bien, perfecto.
—Ah, y viene con el programa de televisión.
—Bien, bien.
Daniel tomó aquel expediente, probó el café frío que tenía en una taza y se dispuso a leer aquellos documentos. Con cada cosa que leía de ella, más seguro estaba de que se trataba de la humana de la cual fue su ángel guardián y por salvarle la vida, lo habían mandado al destierro. Suspiro, no sabría que sentiría al verla, puesto que no podía negar que la llegó a querer mucho, cosa que no suele pasarle a los ángeles guardianes, pero a él le pasó y por eso, cuando la muerte le lanzó un rayo, él, lo detuvo y ahora ella estaba ciega y él, desterrado.
Por otro lado, la simple mortal estaba luchando con sus fantasmas, con todo aquello que temía. Recordaba los momentos en los que era feliz, tenía una buena vista y con ello, una buena vida, pero se había quedado sin ángel guardián, sin luz en sus ojos y sin empleo, tan solo una pensión de discapacidad con la que podía pagarse un diminuto apartamento de diez metros cuadrados muy cerca de la Casa Socorro en San Sebastián, planeaba dejar aquella ciudad, puesto que vivir ahí cada día era más costoso; una ciudad turística no era lo más ideal para una joven que vivía de su pensión, el único motivo por el que aún no se iba era porque un programa de televisión, se ofreció a pagarle todo el tratamiento para su vista, con la condición de documentar todo el proceso, a lo que ella rápidamente aceptó, pero todo aquello, le asustaba y más aún por que era una persona sola, sin nadie con quien contar, solamente una amiga incondicional que no podía tomarse el tiempo de cuidarla porque dicha amiga, tenía dos trabajos para poder tener dinero suficiente.
Maldecía una y mil veces aquella vida, deseaba morir pero cada que se tomaba una taza de café y recordaba cuántos libros había leído, volvía a sentir que la vida tenía algo de sentido por la añoranza de volver a poder leer una de esas novelas que tanto le gustaban.
—No entiendo —dijo Alma, con su vista apagada y perdida en la nada, bajo la atenta mirada de su única amiga—. Antes, no se cuanto tiempo atrás, sentía que mi vida tenía paz, vivía como tú, tú sabes, trabaje y trabaje pero con todo y eso, era feliz, sentía una paz, una llenura; ahora siento en mi alma como si algo me faltará.
—Quizá es porque no tienes familia —respondió, Valeria, quien trabajaba mucho, para poder costearse todos sus gastos sin problema y ahorrar para seguir pagando el piso en él que vivía—. Te he dicho que vengas a vivir conmigo.
Valeria era una joven que no podía estar todo el tiempo al pendiente de su amiga, pero iba a visitarla cada que podía; ya le había dicho muchas veces que se fuera a vivir con ella, pero Alma padecía de una gran depresión que ocultaba muy bien, sin embargo, se dejaba ver, cuando prefería estar encerrada y sola que acompañada.
Al otro lado del país, estaba el consejo de los ángeles caídos, que estaban al tanto del demonio, querían sacarlo del destierro en el que sus malos sentimientos lo habían sumergido. Era alguien caído, alguien que estaría por siempre, desterrado del cielo pero en la tierra, no necesitaba un cielo cuando tenían a los dioses y un Olimpo, por eso, debían buscarlo y guiarlo por el camino correcto antes de que hiciera cosas feas que afectarán al mundo. Cada que Dios, expulsaba a un ángel, ellos lo buscaban antes de que este se volviera oscuro, para llevarlo por el buen camino pero con éste, se habían tardado más tiempo, aun así, quedaba oportunidad de salvarle.
—Aún tenemos tiempo —dijo Max, el líder—. Irás tú y lo convencerán de que acepte a los dioses, ellos lo protegerán, no lo juzgarán, explícale, pronto tendrá una elegida y será feliz, pero debemos sacarlo de donde está.
—Soy un ser de mucha luz, papá, no puedo ir ante él, es demasiado oscuro, no me recibiría bien —se quejó y con justas razones.
—Por eso mismo, debes ser tú, además, jamás te quedas sin terminar algo, eres bien terca y él no es cosa fácil, vas a ir ahí y lo vas a traer ante el consejo.
Era un ángel lleno de luz y su misma luminiscencia provocaba que tuviera una manera especial de hacer las cosas, jamás se quedaba con la duda de algo y nunca se había dado por vencida, por eso era la mejor opción para que aquel ángel caído, se convirtiera en un ángel más. Ya no del cielo, nadie quería regresar, pero si, ser un ángel de luz para la tierra.