«La vida tal cual la conocen los ángeles cambiara, todo se borrara y será un nuevo comienzo. El comienzo de un final trágico e inevitable».
Eran las palabras exactas de Candace, bueno eran las palabras de ella en uno de mis sueños.
No he vuelto a soñar nada extraño e inusual, al menos que cuente el sueño de aquella vez en donde una extraña ciudad se convertía en ceniza.
Un silbido se escucha a lo lejos, estoy sentando en una de las piedras con buena vista al oleaje. Lo bueno de tener la casa que me dejo mi madre es que es única por toda la zona, y me da buena vista al mar.
Otro silbido y otro nuevamente. Volteo y no hay nada.
«La soledad me está volviendo loco, terminaré como esos vagabundos que hay en el país. Solo y viendo dinosaurios. »
Una piedra aterriza en mis zapatos. Dirijo la mirada hacia la dirección dónde provino la piedra.
A lo lejos se ve una silueta esbelta cubierta con un vestido blanco.
— ¡Candace! —Agito mi mano y puedo ver que sonríe. Al menos no estoy tan loco.
Ella camina hacia mí, Lentamente, sin detenerse, sin pensar en el tiempo, ni el lugar. Simplemente caminaba hacia mí.
Sonríe y agita su mano.
—Extrañaba verte, Grace. — Murmura sentando en la arena.
—Yo igual.
Ella me mira como si estuviese esperando algo de mí. Y temo que aunque no sé lo que sea, yo lo daría. Aun así lo haría.
—Te contaré una historia, Grace. Te advierto no tiene un final feliz, por lo menos aún no está escrito. El final nunca estará escrito de tal manera que nunca sabremos cuál será nuestro final
Asiento y hago un ademán para que siga.
—«Todo comenzó hace 119 años, mi madre Cloe estaba embarazada de mí, nada fue previsto llegué por razones naturales. En ese momento la Ciudad de Oro, mi reino estaba comenzando a surgir o nacer, como prefieras llamarlo. Stefan el rey de todos los reinos, o como yo le digo mi padre estaba asombrando de que un bebe aún no nacido tuviera la capacidad de crear una ciudad de tal magnitud. Pues realmente un ángel se embaraza por año, y solo uno puede llegar a tener él bebe. Cloe estaba dichosa de tener una hija tan poderosa. Al nacer yo, mi madre cayó en la avaricia.»
«Cuando pasaron los meses mi madre Cloe intento crear algo más, algo fuera de este mundo y eso le causo la muerte»
Yo escuchaba atentamente, sin pestañear prácticamente. Todo lo que me contaba era algo irreal y ¿entendible? La avaricia puede crear a un monstruo.
— ¿Qué creó? —Pregunte inconscientemente.
Candace meneo la cabeza y sonrió esparciendo su larga cabellera por sus hombros.
—Creo a un monstruo capaz de matar a cualquiera.
Fruncí el ceño, pensando detalladamente cada una de sus palabras.
—Sígueme contando. —Pido.
Ella asiente, su mirada hoy de color marrón se pierde en el infinito del mar.
—«Stefan al ver que tan solo tenía unos meses de vida y que mis alas aún no nacían no dudo en socorrerme y darme un hogar.»
—Al menos te ayudo…
Mi oración fue interrumpida por su mirada, no quería ser interrumpida.
—Lo siento.
Asiente satisfecha consigo misma.
—Pasaron los años y el cuido de mí. Le debo eso y mucho más, ya que él fue el que me enseño a dirigir y guiar la Ciudad de Oro. Aunque ahora está a punto de perecer por siempre. Y es mi culpa.
No respondo y nos sumimos en un silencio cómodo y largo. ¿Es posible?
No lo creo.
Realmente… ella es pura, ella no es mala, ella no es el ángel malvado de mi sueño. Candace está aquí a mi lado, viendo fijamente el mar que se extiende a nuestros ojos.
Mi mente divaga imaginando una ciudad hecha de oro puro. Brillante y cálido, el agua de oro puro igualmente. Al igual que ella, al igual que sus alas.
—No te juzgo. No soy nadie para ello. Pero no eres la culpable… de, bueno de lo que le sucedió a tu ciudad. — Su rostro se crispa un poco y su ceño se frunce.
—No me conoces tan bien.
—Nunca logramos conocer a las personas en su totalidad.
Sonríe, pero su sonrisa no llega a los ojos.
—En eso tienes toda la razón.
Asiento.
Puede que los ángeles sean buenos y malos, y que existan todo tipo de cosas que nunca conoceremos a fondo. Pero hay algo que no puedo librarme por más que lo intente.
Katlyn.
Siempre ella.
Está allí moviendo su pie nerviosamente y jugando con su cabello rojo. Liso.
Se ha planchado el cabello, algún que nunca hizo cuando estuvimos juntos. Su cabello cae en cascadas sobre sus hombros justa hasta su pecho.
Cuatro años echados a la borda.
Allí frente a mi puerta con expresión preocupada y mirada fija hacia el piso.
— ¿Qué haces aquí? —Mi voz suena dura y fría.
Se exalta, y me mira. El dolor cruza por sus ojos. Dirijo mi mirada hacia otro lugar.
—Tengo derecho a darte una explicación.
Ruedo los ojos. Un acto infantil y estúpido. Pero era como me sentía. Como un completo estúpido.
—¿Me puedes invitar a pasar?
Asiento y me hago a un lado.
Ella pasa, con paso decidido y poco amistoso.
— ¿Qué quieres? —Mi voz suena cansada y fría.
—Solo vengo a explicar las cosas. El porqué te he dejado.
—No tienes nada que explicar. Me has dejado, me has roto el corazón y ya lo he reparado. Me has plantado y me has hecho pasar el ridículo frente a todos, Eso lo entiendo perfectamente. —Mi voz suena mordaz, aunque no es necesaria tanta ira.
No entiendo. Simplemente ella está loca.
Siempre.
Siempre, está allí. Presente recordándome lo nefasto e iluso que fui.
Pero ya no más.
—No te deje por ello. Grace, debes escucharme.
Me volteo y le doy la espalda. No es lo más maduro para un hombre de 25 años, soltero y con responsabilidades. Pero ni yo mismo sabía que sentía.