Estaba amaneciendo cuando los golpes a los vidrios despertaron a Andrew. Había podido dormir algo. Ahora sentía que todo le dolía, su cervical, la cabeza, sus muñecas, sus brazos y su espalda. Ya empezaba a oler muy feo y las moscas estaban de visita. A esos zombis parecía que no les gustaba la carne putrefacta sino fresca, porque no seguían comiendo.
El clima de la mañana era agradable, pero con seguridad cambiaría después de las ocho. Andrew agudizaba su oído para ver si escuchaba sonidos de motores o alguna otra cosa relacionada con humanos sanos; pero no escuchaba nada, solo el aporreo incesante en los vidrios de la cabina trasera. Los zombis estaban echados al piso para poder quedar al ras con Andrew. Le observaban con esos ojos vidriosos y brotados en vasos capilares. Cuatro zombis estaban adelante, apretujados en el interior de la cabina y el resto de los zombis lo rodeaban, aporreando los vidrios. Mostraban sus asquerosas bocas llenas de sangre coagulada. Deseaban morderlo, desgarrarlo para saciarse con su carne fresca.
Cuando se hicieron las diez de la mañana, el sol era inclemente y la humedad en el ambiente se había incrementado, lo que ayudaba a acelerar la descomposición de los restos de los oficiales. Andrew Gómez empezaba a sentir sed y hambre, pero sobre todo sed. El interior de la cabina donde él se encontraba se había convertido en una especie de invernadero. Sudaba profusamente, sabía que de seguir así se deshidrataría en poco tiempo, al menos no estaba recibiendo directamente los rayos del sol. Miraba por las ventanas para ver si distinguía algo distinto a los zombis, pero nada, casi todo lo que observaba eran asquerosas bocas con sangre corrupta. El olor a putrefacción se hacía más intenso, lo que hizo que se sintiese mareado. Grandes moscas, de esas de las más grotescas con un color mezclado entre verde y azul, hacían acto de presencia. Andrew sería testigo en primera fila de cómo un par de cadáveres eran limpiados de manera muy lenta por la naturaleza. Muy pronto aparecerían las larvas de las moscas que se alimentarían de la carne podrida. Estas larvas o gusanos comerían sin parar hasta triplicar su tamaño y su peso, después se convertirían en moscas y a su vez depositarían más larvas, un ciclo eterno, siempre y cuando hubiese más putrefacción que consumir.
Llegó la una de la tarde y el calor estaba arribando a su pico. Andrew empezó a entrar en una somnolencia, pero no se dormía. Los gases de la putrefacción eran muy fuertes, entonces sintió deseos de orinar, intentaba reprimir esa necesidad, la había reprimido en la mañana; pero ya era hora que la naturaleza siguiese su curso, tenía que hacerlo en sus ropas; así que lo hizo, se empezó a orinar en sus pantalones, sentía la orina caliente, pero a la vez iba sintiendo alivio. Cuando Andrew terminó de orinar, tuvo conciencia de que estaba acabado. Tal vez hubiese sido mejor morir devorado por los zombis y no de manera lenta como empezaba a morir él. La deshidratación y la inanición estaban allí como depredadores implacables con la mayor paciencia del mundo. Él también se iba a convertir en alimento de las moscas y de otras alimañas como las ratas. “¡Oh, las ratas, las malditas ratas!”, pensó. Por alguna extraña razón aún no habían llegado las ratas, pero llegarían, y esos animales si que son de lo peor; son mamíferos resistentes a casi cualquier ambiente extremo, están llenas de estupendos anticuerpos capaces de protegerlas de las peores bacterias, soportan caídas y golpes, y además comen cualquier cosa, y era eso lo que más temía Andrew, sabía que las ratas podían comer carne putrefacta pero también podían comerse a un animal a una persona viva, solo se tenían que asegurar de que ese animal o persona, estuviese indefenso, inmovilizado o agonizando. Y él estaba indefenso, y en breve, si nadie lo rescataba, estaría agonizando. Pensó en los afilados dientes roedores de las ratas, esos diminutos pero muy eficientes dientes. Pero él estaba fuerte, resistiría además, de llegar las ratas no podrían acceder a él, aunque esas alimañas siempre encuentran la forma de acceder al lugar donde desean.
Cuando el sol se estaba poniendo, Andrew se sentía muy agotado, estaba sediento y tenía mucha hambre. Empezó a recordar el último bocado que tuvo y el poco de agua mineral que bebió, de no haber sido por ese generoso policía de seguro estaría en peores condiciones; era una lástima que ese oficial terminase así. Andrew empezaba a quedarse dormido cuando eran las ocho de la noche, entonces escuchó chillidos, los malditos chillidos de las ratas… habían llegado.