Un anhelo del corazón

CAPÍTULO 40

UNA NOCHE INFINITA Y SIN ESTRELLAS

«Cuanto más grande es la herida, más privado es el dolor».

Isabel Allende

Dimitrios se sumerge lentamente en la tina. El calor del agua envuelve su cuerpo. Cierra los ojos. Trata de dejarse invadir por la agradable sensación e intenta ahuyentar los tormentos que lo acosan. Pero los recuerdos persisten, como sombras acechantes en los rincones de su mente.

No ha sido un buen día para él; de hecho, ha sido uno de los pésimos. Sus planes tiemblan, están a punto de desmoronarse; lo peor de todo es que está a punto de perder a Giavanna y eso es algo que él no puede y no va a permitir.

Necesita un momento de paz, su mente lo castiga sin clemencia. Todos sus pensamientos son un total caos.

Intentó calmarlos con Yanina. Esta vez, hasta la azotó sin piedad; la pobre mujer ha quedado incapacitada por más de una semana. No le importa, compró el silencio y la complacencia de la meretriz con un buen fajo de billetes.

Pero, esta vez, el alivio fue momentáneo, un muy corto paliativo que se diluyó con demasiada rapidez y, aunque, ha tomado demasiado licor, aún sigue consciente.

No quería regresar a la mansión. Tener que enfrentar a su madre es la peor parte de toda aquella pesadilla, es lo que incrementa todo ese horror. Pero, tenía que hacerlo. Mientras más prolongara las cosas, peor le iría.

Ya no tiene ni tres, ni cuatro, ni seis años de edad, pero esa mujer lo sigue aterrando como si fuese todavía un pequeño y desprotegido infante. Nunca ha sido buena con él. No recuerda ninguna caricia, no recuerda un abrazo, no recuerda una sola palabra amorosa por parte de ella hacia él.

Antes de morir su padre, ella era distante, fría, ausente, pero no lo maltrataba físicamente. Sin embargo, desde aquella nefasta noche, donde todas las estrellas se apagaron en su firmamento y nunca más se volvieron a encender, su vida se convirtió en una verdadera pesadilla.

Greta, herida y dolida, descargaba todas sus frustraciones y resentimientos, en el pequeño niño que no entendía por qué su madre lo trataba de esa manera. Poco a poco, con abusos e incesantes aleccionamientos, sembró el odio en su inocente corazón. Le entregó una carga demasiado pesada: una venganza que durante años lo ha carcomido y disecado por dentro.

Los amas a ellos más que a mí —le recriminaba su madre una noche, muchos años atrás, mientras azotaba su espalda y la dejaba en carne viva, porque se había quedado un poco más de lo debido en la mansión Kontos, celebrando el cumpleaños de Andreas—. Ellos son los culpables de nuestra desgracia. Si flaqueas, les darás el gusto de vernos completamente destruidos —azotaba y azotaba; el color rojo y brillante que empapaba su piel, parecía aumentar en ella su furia, cual toro embravecido en plena corrida—. ¿Recuerdas lo que te hizo Delilah? —preguntaba en voz baja.

Aquello era más aterrador. Esa mujer no gritaba, siempre susurraba, y mientras más baja y fría era la voz, más crueles eran los castigos.

—¡Respóndeme! —exigía mientras jalaba su cabello como si quisiera arrancárselo de raíz.

—Sí, madre, lo recuerdo —contestó con voz vacía.

Esa era su manera de protegerse. Evadía su mente, se iba muy lejos. Solo así podía tolerar todo aquel tormento.

Él siempre recordaba una pequeña habitación, muy iluminada, y dentro de esta, una mujer joven, hermosa, como una diosa dorada y llena de luz, le cantaba una canción de cuna. Nunca ha sabido a quién le pertenece esa imagen, o, si esa mujer era real. También, algunas veces… recuerda a un niño, recuerda su risa contagiosa, su abrazo cálido, sus brazos pequeños pero fuertes sosteniéndolo, protegiéndolo.

No sabe si todo aquello es un recuerdo o una ilusión. Tampoco se le ha ocurrido investigarlo. Tal vez solo era una fantasía que él mismo se creaba. Lo cierto es que evocarlos, lo llenaba de fuerza, de coraje, incluso de paz.

Es su secreto. Su lugar especial e incorruptible. Uno que su madre no puede profanar.

A lo mejor, se está volviendo loco y, ante esa posibilidad, él no sabe si eso es mejor a tener que seguir en aquella agonía.

Contarle a Greta lo ocurrido en la mansión Kontos y cómo fue expulsado de la familia, fue demasiado difícil. Sus ojos gélidos y despiadados, como los de las aves de rapiña, lo petrificaron, como siempre lo hacían. Para su sorpresa, no le recriminó nada. Lo escuchó en silencio y lo mandó a descansar.

Tal vez por el estado de embriaguez en el que estaba, aunque eso nunca la había detenido para darle la lección que ella consideraba que se merecía.

—Tengo que educarte —le repetía en medio del castigo—. Del algún modo u otro tienes que aprender.

Ebrio, cansado, desgastado tanto física como moralmente, decidió entonces meterse en la tina con el agua muy caliente, al borde de lo tolerable.

Sin embargo, nada sirve porque, ahí está de nuevo… el recuerdo de aquella noche, tan lejana… tan oscura… tan confusa y llena de dolor, se abre paso una vez más, desafiando sus intentos por desecharla. El alcohol solo ha ayudado a que bajen sus defensas y este pueda emerger con mucha más facilidad.



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En el texto hay: romance, drama, amor

Editado: 08.05.2024

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