La habitación de Blake estaba a oscuras, salvo por una fina línea de luz que se colaba por una rendija mal cerrada en la cortina de la ventana. El aire olía a encierro y café frío. Un par de vasos sin lavar descansaban sobre el escritorio, junto a su teléfono apagado desde hacía dos días. Él estaba recostado en la cama, con la mirada fija en el techo, sin prestar atención al murmullo lejano del mundo exterior.
No respondió mensajes, no fue al instituto, ni siquiera bajó a cenar.
La puerta se abrió sin golpear. Hades entró como si no necesitara permiso. Sostenía una botella de agua en una mano y una bolsa con algo envuelto en papel en la otra. Miró la habitación sin rastros sorpresa.
— ¿Vas a seguir aquí enterrado en tu cama o sólo estás practicando para cuando te entierren de verdad?
Blake no respondió. Ni siquiera giró la cabeza.
Hades dejó las cosas sobre el escritorio y caminó hasta el borde de la cama. Se quedó de pie un momento, evaluándolo. Blake tenía la barba crecida, el cabello revuelto y los ojos apagados.
— Te traje algo para comer. No tengo idea si te gusta, pero comer es obligatorio. —Dijo, sin tono maternal, solo práctico. Blake cerró los ojos y respiró hondo.
— No quiero hablar.
— No vine para que hables, vine para que no estés solo.
Silencio. El único sonido era el leve tic-tac del reloj de su mesa de noche. Hades se sentó en la silla giratoria, sin invadir el espacio, pero tampoco huyendo del ambiente denso.
— No me voy a ir —agregó, mirando el suelo—. Podés quedarte callado, llorar, romper algo... lo que sea. Pero no voy a hacer de cuenta que estás bien.
Blake tragó saliva. Tenía la garganta seca y el pecho pesado, como si algo lo aplastara desde dentro.
— No sé qué mierda me pasa —susurró, apenas audible—. Todo me da igual, me siento vacío. Y cuando no es vacío, es enojo. —Hades asintió, como si esas palabras le fueran conocidas.
— Sí, a veces pasa. Y no tiene sentido lógico. Puedes tener amigos, cosas buenas... y aún así sentir que nada alcanza. O que no tienes ganas de seguir, lo sé.
Blake giró la cabeza, finalmente, mirándolo por primera vez en todo el día.
— ¿Tú también?
Hades se encogió de hombros.
— No soy inmune a la parte fea de la vida, así que intento no prestarle la atención que no se merece.
Un pequeño silencio cómodo se instaló. Blake suspiró, esta vez más largo, más profundo.
— Gracias por venir.
— No me agradezcas todavía —respondió Hades, sacando el sándwich de la bolsa—. Primero tienes que comer al menos la mitad. Y si no lo hacés, te lo meto en la boca a la fuerza.
Blake dejó escapar una risa apagada, que casi sonó más a un suspiro que a alegría, pero fue algo.
— Estás enfermo.
— Probablemente —dijo Hades, extendiéndole el sándwich—. Pero hoy soy tu enfermero personal. Agradéceme que no estoy cobrando la sesión de psicólogo por hora.
Blake se incorporó lentamente, tomándolo. Comió un bocado en silencio, sin mirarlo. No se dijeron más nada por un rato, pero no hizo falta.
La luz afuera seguía siendo tenue, pero algo había cambiado en el ambiente. Blake ya no estaba acostado. Se encontraba sentado contra el respaldo de la cama, terminaba el sándwich en silencio. Hades permanecía en la silla, con las piernas cruzadas y los brazos sobre el respaldo, como si estuviera ahí por obligación... pero sin moverse ni un centímetro.
— ¿Te acuerdas de cuando casi incendiamos tu cocina? —preguntó de repente Hades, sin levantar la voz. Blake lo miró, sorprendido por el cambio de tema. Parpadeó.
— ¿La vez de las tortitas con fuego? —preguntó, casi sin creerlo.
— Exactamente esa. Teníamos... ¿nueve, diez años?
— Diez. Era verano. Mi vieja había salido al súper.
Una leve sonrisa se dibujó, casi involuntariamente, en los labios de Blake. Se pasó la mano por la cara y soltó un bufido.
— Tú querías hacer "panqueques flambeados", como si fueras un chef francés —recordó. Hades se encogió de hombros, divertido.
— Era ambicioso desde chico.
— ¡Le prendiste fuego al coñac con una vela! ¡Y casi se te incendia la manga!
— Y tú tiraste la sartén por la ventana como si eso fuera a salvarnos. —Dijo Hades, alzando una ceja.
Los dos se rieron suavemente. Esa risa genuina, tranquila, no forzada, llenó por unos segundos la habitación.
— Mi madre pensó que habían entrado ladrones —dijo Hades, apoyando la cabeza contra la pared—. Cuando llegó y vio el desastre, ni siquiera se enojó. Se largó a reír. Dijo que era la primera vez que intentábamos cocinar algo sin romper algo en el proceso.
Blake bajó la mirada, pero sonreía.
— Siempre fuiste mejor cocinero que yo, lo sabías desde entonces.
— Nah. —Negó Blake—. Tú eras el que tenía ideas locas. Yo solo te seguía.
Hubo otro silencio, esta vez más suave. No era incómodo, sino lleno de esos ecos compartidos que hacen menos pesado el presente. La nostalgia puede doler, pero también puede abrazar.
— ¿Por qué me contaste eso? —preguntó Blake, tras un rato.
— Porque a veces... es fácil olvidar que hay días en los que todo fue más liviano —respondió Hades—. Y a veces, recordar uno solo de esos días alcanza para que no se te hunda todo de nuevo.
Blake lo miró largo rato, los ojos húmedos pero tranquilos.
— Gracias. —Murmuró.
— Esta vez sí puedes agradecerme —dijo Hades, levantándose y caminando hacia la puerta—. Pero mañana te quiero ver fuera de esta habitación. Iremos a dar una vuelta, lo que sea. No me importa si estás hecho una mierda con piernas, pero no vas a quedarte encerrado.
— ¿Y si llueve?
— Mejor, así nadie nota que estás llorando.
Blake rió, genuinamente, aunque se limpió una lágrima que no tuvo tiempo de caer.
Hades salió sin decir más.
Y por primera vez en varios días, Blake se sintió un poco menos solo.
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Editado: 05.12.2025