El día amaneció gris en la ciudad, y desde el ventanal de la clínica se adivinaba un cielo plomizo que presagiaba lluvia. Blake entró al despacho del psicólogo con paso vacilante; sus hombros caídos y la mirada esquiva delataban el peso que cargaba.
El doctor, con la serenidad que caracteriza a los profesionales que conocen el dolor humano, lo recibió tras un escritorio ordenado donde descansaban una libreta abierta y una taza de té humeante. La luz artificial atenuada conseguía un ambiente íntimo y protegido.
Desde su posición de observador, el narrador sabe que Blake siente una mezcla de alivio y miedo: alivio al compartir su historia, miedo ante la posibilidad de no ser comprendido. El doctor Díaz, consciente de esta dualidad, inclinó levemente la cabeza y habló con voz suave:
— Bien, Blake. Cuéntame cómo te sientes ahora mismo.
El joven se acomodó en el sillón tapizado en azul oscuro, sus dedos entrelazados sobre las rodillas.
— Hoy me darán el alta —murmuró—, pero el problema no es ese. El hospital insiste en que no puedo volver a casa solo, quieren internarme en un centro de rehabilitación. —El doctor asintió y tomó nota con discreción.
— Entiendo —respondió el psicólogo—. ¿Y qué opciones ha considerado tu familia? —Blake bajó la mirada, sintiendo un nudo en la garganta:
— Mi padre estuvo de acuerdo con el internado. Cree que allí podré recibir apoyo constante.
— ¿Cómo lo viviste? —insistió el doctor, levantando ligeramente la mirada desde su libreta.
— Me alivia que papá me comprenda, pero temo perder mi libertad. No quiero sentirme prisionero otra vez.
— Blake, tu bienestar emocional es lo prioritario. El internado es un recurso, no una sentencia de por vida. Allí recibirás terapia las veinticuatro horas y podrás forjar hábitos saludables. Sin embargo, podemos explorar alternativas: consultas frecuentes conmigo, sesiones de grupo y un plan de apoyo en casa.
— ¿Cree que podría funcionar? —preguntó con voz más firme.
— Confío en que, con tu colaboración y la de tu padre —respondió el psicólogo—, alcanzaremos un equilibrio. Lo importante es que no te sientas solo.
— Me he sentido solo toda mi vida, doctor. ¿Cómo puedo arreglar eso?
— Tienes que tener fé en que se puede solucionar, créeme. Aquí estoy yo para ti, mi trabajo es ayudarte a salir adelante, Blake. Pero necesito que tú también pongas de tu parte.
Blake apretó las manos con fuerza. El silencio se instaló en la sala durante unos segundos que parecieron eternos. Finalmente, su voz se quebró:
— Lo intenté, lo intenté muchísimas veces, pero siempre termino sintiéndome como la misma mierda.
El doctor no respondió de inmediato. Lo observó con una mezcla de empatía y firmeza. Luego dejó la libreta a un lado y se inclinó ligeramente hacia él.
— Eso que sientes... ese vacío, esa tristeza que te devora por dentro... no define quién eres. Es una parte de ti, sí, pero no es todo lo que eres. —Blake ladeó la cabeza, como si esas palabras lo hubieran golpeado con una mezcla de consuelo y escepticismo.
— ¿Y qué soy entonces, si no esto?
— Eres alguien que ha sobrevivido a mucho más de lo que debería haber soportado. Eres un joven con una sensibilidad profunda, con miedo, sí, pero también con una fuerza que ni siquiera alcanzas a reconocer todavía. —Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Blake. Se llevó las manos a la cara, ocultando unos ojos que comenzaban a humedecerse.
— Estoy cansado, doctor. Cansado de fingir que estoy bien, de decir "sí, estoy mejor" solo para que los demás dejen de preguntar.
— Y aquí no tienes que fingir nada —dijo el doctor Díaz con suavidad—. Aquí puedes decir lo que realmente sientes. Puedes llorar, gritar, quedarte en silencio. No estás obligado a ser fuerte todo el tiempo.
Blake soltó un sollozo ahogado. Por primera vez en mucho tiempo, se permitió derrumbarse, al menos un poco. No todo, no aún. Pero ese instante fue un inicio. El psicólogo no interrumpió su llanto. Lo dejó estar, respetando ese dolor que ahora salía con la dignidad de quien ha esperado demasiado para ser visto.
— No sé si pueda con todo esto.
— No tienes que hacerlo solo —respondió el doctor—. Lo haremos paso a paso. Y si te caes, estaré aquí para ayudarte a levantarte.
El silencio que siguió se volvió espeso, denso. La habitación parecía encogerse a su alrededor. El leve zumbido de la calefacción, el goteo lejano de una tubería... todo se amplificaba en la quietud, como si el mundo retuviera el aliento junto a ellos.
Blake abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Cerró los ojos. Un latido sordo le palpitaba en las sienes. Sentía que algo le quemaba por dentro. Una presión antigua, acumulada, que comenzaba a romper las paredes que había construido con tanto esfuerzo.
— No puedo más —dijo, con la voz apenas audible.
— Lo estás haciendo bien, Blake. Estás aquí. Estás hablando. Eso ya es mucho más de lo que crees.
— No entiende... nadie entiende —susurró, y de pronto su voz se elevó, temblorosa, quebrada—. ¡Nadie entiende lo que es despertarse cada día sintiendo que no hay motivo! ¡Que no hay sentido, que nada importa! Estoy harto de fingir, harto de sonreír cuando por dentro estoy gritando. ¡Estoy harto de vivir con esta mierda encima!
El doctor no se movió. No habló. Sólo lo miró con una paciencia feroz, con una presencia que no exigía ni explicaciones ni calma.
— He tratado de ser fuerte. Por mi papá, por los doctores, por mí mismo. Pero me estoy rompiendo, doctor... —El pecho de Blake se agitaba, su respiración era un espasmo entrecortado—. Cada vez que empiezo a sentirme un poco mejor, algo dentro de mí me arrastra hacia abajo otra vez. Es como si... como si hubiera una parte de mí que no quiere que sane. Que quiere verme destruido.
Las lágrimas comenzaron a caer, primero tímidas, luego sin freno. El rostro de Blake se desfiguró en una mueca de dolor crudo, antiguo, como si cada palabra fuera una herida recién abierta.
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Editado: 05.12.2025