Un Año de Amores

Capítulo XXXIV: Pocos Meses Antes

— ¿Estás listo? —preguntó Tom, cruzándose de brazos mientras observaba la calle iluminada por las luces improvisadas del evento.

— Siempre estoy listo. Esta carrera será mía —respondió Hades con una sonrisa confiada, la chispa de la adrenalina ya ardiendo en su sangre. Tom alzó una ceja, divertido.

— Me gusta esa seguridad, pelirrojo. Espero que no se quede en palabras. Ya sabes cómo es esto: aquí nadie apuesta en vano.

— ¿Contra quién me toca correr? —preguntó Hades, ajustándose los guantes.

— Solo sé que se hace llamar Alfa. Nadie sabe su verdadero nombre. —Hades frunció el ceño, intrigado.

— ¿Alfa? Nunca lo escuché. ¿Es de aquí?

— No, viene de lejos, eso es todo lo que sé —respondió Tom, dándole dos palmadas firmes en el hombro—. Te llaman, mucha suerte. Nos vemos en la meta.

Con paso decidido, Hades se dirigió hacia la línea de coches. El ambiente estaba cargado: olor a gasolina, el murmullo expectante de la multitud, risas, apuestas, gritos. Sus ojos encontraron de inmediato su máquina: un coche rojo brillante que bajo la luna parecía más vivo que nunca. Era más que un vehículo: era su cómplice, su escape, casi una extensión de sí mismo.

Pasó la mano por la carrocería como quien acaricia algo sagrado, y subió al asiento. Encendió el motor, que rugió con un sonido grave y poderoso. Aquella vibración le recorrió el pecho como un latido extra. Era ese instante en el que todo lo demás desaparecía: problemas, nombres, recuerdos. Solo quedaban él, el asfalto y la velocidad.

Condujo hasta la línea de salida, ajustando los espejos, revisando la gasolina, asegurándose de que nada quedara al azar. Su respiración se acompasaba con el rugido del motor. Lo necesitaba. Necesitaba esa descarga, esa batalla.

A los costados, la multitud se agrupaba, cada rostro iluminado por las luces de neón improvisadas. Entre ellos, distinguió a sus amigos, que lo saludaban con gritos y aplausos. Hades levantó apenas el mentón en señal de reconocimiento, pero sus ojos volvieron enseguida al frente.

En el retrovisor apareció un Audi R8 negro que se alineaba detrás de él. La pintura reflejaba la luz de la luna como si absorbiera la oscuridad misma. Hades sonrió de lado.

— Bonita máquina... —murmuró, con un dejo de desafío.

Uno a uno, los demás competidores ocuparon sus puestos hasta sumar siete coches rugiendo al unísono. El suelo vibraba bajo ellos como si la calle entera esperara estallar.

Entonces apareció la mujer con el clásico banderín de cuadros en una mano y un megáfono en la otra. Su voz retumbó en el aire.

— ¿Están listos?

Los motores respondieron con un coro ensordecedor. Hades apretó con fuerza el volante. El cuero bajo sus manos estaba caliente, familiar. La otra mano descansaba firme en la palanca de cambios, lista para el primer movimiento.

Su corazón bombeaba al mismo ritmo que el motor. Podía sentir la sangre corriendo más rápido, el mundo reduciéndose a un solo punto: la línea frente a él.

— ¡Tres!

Su respiración se volvió corta, controlada. Los dedos tensos, el pie listo sobre el acelerador.

— ¡Dos!

El rugido de los motores retumbó en su pecho. Sus ojos se clavaron en el banderín que la chica sostenía en alto.

— ¡Uno!

El banderín descendió, y Hades hundió el pie en el acelerador.

El coche rojo salió disparado como una flecha encendida, el rugido ensordecedor del motor acompañado por un grito interno de pura liberación. El viento golpeó su rostro, la calle se convirtió en un túnel de luces y sombras, y con cada cambio de marcha la adrenalina lo envolvía más y más.

Para Hades no había nada igual. No existía sensación más pura, más honesta, que esa: la de devorar el asfalto a toda velocidad, con el corazón latiendo más rápido que el propio motor.

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— Vamos, Hades, última vuelta y es tuya... —se repetía en voz baja, con los nudillos blancos de tanto apretar el volante.

El rugido del motor lo acompañaba en cada curva, la vibración del coche recorriéndole la piel como electricidad. Y entonces la vio: la recta final. La meta lo esperaba apenas unos metros más adelante.

Sonrió con ferocidad, hasta que un destello negro se cruzó por el rabillo del ojo. El Audi R8. Alfa. En un abrir y cerrar de ojos, lo adelantó con una velocidad brutal. Hades pisó el acelerador hasta el fondo, pero el coche rojo rugía en vano: no lograba alcanzarlo. El grito de la multitud se mezcló con un megáfono:

— ¡Alfa gana!

El rugido del motor se apagó con un gemido de derrota. Hades frenó con un rechinar de llantas y estacionó a un costado, sintiendo cómo la adrenalina ahora se mezclaba con la frustración ardiente. Odiaba perder, y más en su propio territorio.

El Audi negro se detuvo unos metros más adelante. De él descendió la figura victoriosa. Cuando se quitó el casco, Hades se quedó boquiabierto: no era un hombre, sino una mujer. Una pelinegra de mirada desafiante que lo observaba con descaro.

Él bajó de su coche, intentando recomponerse y esbozar una sonrisa que escondiera su rabia.

— ¿Qué pasa, pelirrojo? —preguntó ella con aire triunfal—. ¿Te molesta que una chica te haya ganado en tu propio terreno? —Hades alzó una ceja, conteniendo el orgullo herido.

— ¿Por qué tendría que molestarme? Fue una buena carrera. Con un R8 como el tuyo, era difícil que mi coche pudiera alcanzarte. —Extendió la mano hacia ella con un gesto educado, aunque la sonrisa aún le escocía—. Así que... ¿tú eres Alfa?

Ella sonrió con una mezcla de orgullo y desafío.

— Así es. Isabella Wayne, a tu servicio. —Tendió la mano con firmeza.

— Hades Sanderson Harris. —La estrechó, sintiendo por un instante la chispa de rivalidad mezclada con respeto.

Pero entonces, un sonido cortó la atmósfera como un cuchillo. Sirenas.

Las luces rojas y azules comenzaron a reflejarse en los muros de la calle. Hades soltó la mano de Isabella al instante, corriendo hacia su coche. Los motores de las patrullas rugían cada vez más cerca, y la multitud empezó a dispersarse en caos.




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