Nos conocimos por amigos en común en un local de videojuegos, de esos donde el aire huele a fritura y a cables calientes. Él estaba ahí, como siempre, haciendo el show en la máquina de pump, como si el mundo le aplaudiera solo por existir. Yo tenía el cabello teñido y él también, como no. Éramos parte de esa tribu rara que se creía invencible: tocatas, risas, historias exageradas, caminar kilómetros solo para no tener que volver a casa temprano.
Nos hicimos amigos rápido. Pero no de esos que saludan con un "hola" ¿cómo estás? No. Nosotros éramos de los que se reían fuerte en la micro, se hacían zancadillas en la calle, se rajaban los pantalones (sí, eso me paso a mí y él no me dejó olvidarlo jamás).
Una vez íbamos caminando con otro amigo. Yo llevaba una cartera y pesaba más que mis ganas de madrugar, así que le pedí que me ayudara. "Obvio", me dijo con su sonrisa de actor de comedia. Aceptó con gusto, me quitó la cartera y seguimos caminando. Pero unos metros más adelante, lo miré y no vi mi cartera, miré para atrás: el bolso seguía tirado en la esquina donde me lo quitó. Él lo había dejado ahí tirado y se había venido toda la cuadra riendo entre dientes, burlándose en mi cara ambos. Tuve que correr de vuelta a buscar mi cartera mientras él y nuestro amigo se retorcían de la risa.
También está la vez que nos quedamos dormidos en la costanera, como si el mar fuera una madre y la arena una cama. O cuando andábamos algo bebidos a los 17 años y nos dio por tocar el timbre de una casa y salir corriendo como delincuentes.
Pero más allá de las anécdotas, él era esa clase de persona que estaba. Si alguien necesitaba un favor, él lo hacía. No preguntaba por qué, no calculaba nada. Solo lo hacía. Así era él: impulsivo, gracioso, con el corazón en la mano, aunque nunca lo admitiera.
Editado: 09.08.2025