Una vez oficializada la relación, fue como si el universo hubiera dicho: "ya era hora".
Estuvimos meses en estado de locura feliz. Risa tras risa, beso tras beso, como si estuviéramos tratando de recuperar el tiempo perdido, o de gastarlo todo antes de que alguien viniera a cobrarnos. Íbamos a fiestas con amigos, a pubs donde cantábamos y gritábamos como si nadie nos estuviera mirando. A veces nos escapábamos al cine, otras veces simplemente caminábamos por la ciudad de madrugada, sin rumbo, sin miedo, con esa sensación de que el mundo era nuestro y que nunca iba a acabarse.
Éramos piel con piel, alma con alma. De esas parejas que miran y se entienden, que se ríen en sincronía, que tienen chistes internos imposibles de explicar.
Habíamos esperado tanto por ese momento, que cuando por fin lo tuvimos, lo experimentamos sin miedo.
Nos dábamos besos en la calle, sin pudor. Hablábamos de estupideces y de cosas profundas en la misma conversación. Él me abrazaba fuerte en la micro. Yo le acariciaba el pelo hasta que se quedaba dormido.
La vida era tan simple, hermosa, absurda.
Hasta que llego el día. El día que todo cambio.
Editado: 09.08.2025