Yo estaba en el trabajo cuando me llegó el mensaje.
No fue uno de esos de susto. No decía "urgente", no tenía mayúsculas, ni signos de exclamación. era breve.
"Me duele el pecho, no puedo respirar. Me llevaran a urgencias".
Al principio pensé que era algo menor. Un resfriado mal curado, un susto. Pero cuando me dijo que lo iban a dejar internado, algo se me quebró por dentro. Porque él odiaba los hospitales. Si lo dejaban ahí, era porque no tenía opción. Fui a verlo esa misma tarde. Estaba pálido, con la típica bata de hospital que le quedaba grande, y ese humor suyo que aun intentaba resistir. Me dijo:
"¿Te gusta mi nueva tenida? La dan de regalo si uno casi se muere". Y se rio. Porque él siempre se reía. Hasta cuando no podía respirar bien. Pero su risa ya no sonaba igual. Tenía miedo.
Los días siguientes fueron exámenes, espera, angustia. Yo iba de la casa al hospital, del trabajo al hospital, como si mi vida se hubiera convertido en una sala de espera gigante.
Y entonces llego el diagnostico. Cáncer de pulmón. Etapa 4. No lo dijeron con lágrimas ni música dramática. Los doctores tienen esa forma quirúrgica de lanzar palabras que te rompen el alma. Pero en mi cabeza sonó como una bomba.
Etapa 4.
No había tiempo para preguntas. Solo para sobrevivir. Desde ese día todo cambio. Ya no éramos solo pareja. Yo me convertí en su sombra, su cuidadora, su fuerza prestada. Él, en alguien que intentaba mantenerse en pie mientras el cuerpo lo traicionaba.
Fue el comienzo del tormento. Una batalla diaria entre la desesperanza y la fe. Entre el "vamos a poder" y el "¿qué pasa si no?"
Y aunque el cuerpo comenzó a rendirse, él jamás lo admitió. Seguía bromeando. Seguía preguntándome por mi día. Pero yo lo miraba cuando él no me veía.
Y sabía.
Sabía que lo estábamos perdiendo.
Editado: 09.08.2025