Un año para despedirse

Capítulo 14: Yo también estaba rompiéndome

En esa época, todo se superpuso. Trabajo. Maternidad. Hospital.

Y yo.

Yo, colapsando por dentro. Sentía que vivía en modo automático, con el alma llena de angustia, sin espacio ni para pensar. Ya no entendía que estaba pasando.

Hace poco nos habían dicho que el tumor estaba encapsulado. ¿Cómo ahora podía haber doblado su tamaño?

¿Cómo es que una buena noticia se convierte en una condena en menos de un mes?

La última quimio, la que supuestamente era para estabilizar, lo desató todo. En vez de ayudarlo, pareció haber despertado al monstruo.

El cáncer volvió con más fuerza. Más agresivo. Y ahí fue cuando nos dijeron que ya no había nada que hacer en nuestra ciudad. Que los recursos no alcanzaban, que los tratamientos locales ya no funcionaban.

Entonces tomaron una decisión rápida: enviarlo a otra ciudad, a un hospital especializado en el cáncer. El hospital de tórax. Uno más grande, uno más equipado. Más frío.

La oncóloga --la misma que nos había prometido días mejores-- se limitó a derivarlo. Se lavo las manos. "Allá lo van a tratar los mejores cirujanos", dijo.

¿Pero por qué ahora... por qué tarde?

Como si el problema fuera técnico. Como si la esperanza fuera algo que se puede derivar también. Y mientras todo eso pasaba, yo tenía que dar explicaciones en la pega, en la casa, en el hospital.

Tenía que estar bien, aunque ya no lo estuviera más.

Me dolía el pecho. Me costaba respirar. Y no era por enfermedad. Era por tristeza acumulada, por el miedo de no saber si volvería a verlo. Y por primera vez, empecé a odiar todo.

A la enfermedad. A los médicos. Al calendario que se comía los días felices. Incluso al silencio de Dios.

No quería orar. ¿para qué? Me costaba creer. Porque si esto no era injusto, entonces ¿qué lo era?




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