Después de ese último abrazo, volví al trabajo. Porque así es la vida cuando estás rota: igual tienes que seguir funcionando.
Él llego a Santiago. Al Hospital del Tórax. Lo acomodaron. Lo ingresaron. Y esta vez, no fui yo, no pude. No quise. Fue su madre, era su deber, su lugar.
Esa mujer con la que nunca logre entenderme del todo, pero que en ese momento... fue la que lo acompañó cuando todo cambio para siempre.
El oncólogo lo evaluó. Era el cirujano. El que supuestamente le iba a devolver la vida. Pero después cuando hablo con su madre en privado. Y ahí fue cuando la bomba cayó.
Le dijo que lo habían llevado demasiado tarde. Que, si cinco meses antes lo hubieran derivado, él habría vivido. Con pocas quimios y cirugía a tiempo... habría estado sano. Le hicieron creer que estaba mejorando. Y mientras tanto, el tumor se volvió inmune.
Entonces el oncólogo fue claro:
"Lo que podemos hacer ahora es acompañarlo. No lo vamos a operar. Solo podemos aliviar su dolor". Y cuando su madre pregunto cuanto tiempo... le dijeron "un mes."
Un mes. Treinta días. 720 horas. Después de todo lo vivido, después de cada lagrima, cada espera, cada chiste forzado, cada noche sin dormir... nos quedaba un mes.
Pero a él no se lo dijeron. A él le hicieron creer que iba a ser operado. Que todavía había esperanza. Porque, según ellos, "no podía saberlo". Por qué decirle la verdad lo iba a matar más rápido.
Y entonces empezó el engaño más triste de todos: hacerle creer que estaba por sanar, cuando en realidad ya lo estaban despidiendo.
Editado: 09.08.2025