Al principio, yo tampoco sabía la verdad. Él no lo sabía. Yo no lo sabía. Y eso hizo que todo doliera más cuando, tiempo después, conecte los puntos.
Durante las primeras dos semanas que estuvo en el hospital, hablamos como siempre que podíamos: por videollamadas, por teléfono, a ratitos entre mis turnos de trabajo. Él me decía que estaba bien. Que comía rico. Que ya casi lo operaban. Me contaba con entusiasmo que le habían comprado frutillas, sándwich, todo lo que se le antojara.
Y yo ingenua, creí que era porque estaba mejorando. Pero ahora entiendo que eso es lo que hacen cuando alguien está por morir. Le dan lo que le gusta. Lo que ya no van a volver a probar.
Su mamá era quien estaba con él allá. Hablábamos poco, pero suficiente. Y ella tampoco me dijo la verdad. Quizás pensó que era mejor así. Quizás pensó que yo no podía manejarlo.
No lo sé.
Lo cierto es que él seguía esperando una operación que nunca iba a llegar. "Ya casi, amor", me decía. "Faltan unos papeles, unos exámenes más y me operan."
Y sonreía. Con esa sonrisa que confiaba. Que todavía tenía fe. Pero su cuerpo ya no podía más. Lo tuvieron que drenar. Se sentía peor. Y empezó a notar que algo no cuadraba.
--Amor, ¿por qué no me hacen nada?
--No me quieren dar más quimios...
--Me duele, pero solo me dan medicamentos para el dolor.
Y me partía el alma escuchar su voz más apagada. Mas cansada. Él lo presentía. Sabía, sin saber. La verdad a su alrededor... pero jamás le fue dicha de frente.
Y yo, al otro lado del teléfono, sin saber que estaba hablando con él por última vez. Sin saber que esa voz... esa risa... ya no iba a estar más.
Él murió un mes después de haber sido trasladado. Tal como lo había dicho el oncólogo. Tal como no nos lo dijeron.
Editado: 09.08.2025