Dentro de esas dos semanas, todo se volvió confuso. Yo seguía con la rutina, con los audios, con las llamadas que empezaban a ser más cortas, más espaciadas.
Y entonces, uno de esos días, su mamá me llamo.
Esta vez ya no pudo sostener el secreto. Me lo dijo con la voz temblando, sin rodeos.
--Le dieron un mes. Ya no hay más tratamientos. Solo están aliviando su dolor.
Yo me quede en silencio. El tipo de silencio que no es vacío, sino tan denso que aprieta el pecho.
Empezaron con la morfina. Mucha. Y con eso... él ya no era él.
Estaba adormecido. Confundido. Su mirada ya no reconocía del todo. Entre la medicación y el cuerpo agotado, empezó a irse... muy de a poco.
Y entonces llegó ese día.
27 de julio del 2016.
Su mamá me llamó alterada. Llorando. --No responde. No habla. No sé qué hacer.
Incluso llamaron a monjes de Brasil que "curan a distancia" Cuando uno ama, se agarra a cualquier fe. Pero él... ya estaba muy lejos.
Y yo ya no podía quedarme sentada esperando a 600 kilómetros de distancia.
Llamé a su papá. Él entendió enseguida. Su esposa fue quien me pago el viaje. --Tienes que estar con él me dijo... antes de que se vaya.
Y sin pensarlo dos veces, renuncie a mi trabajo. No quisieron darme permiso. ¿Qué más daba? ¿Que era un trabajo, un sueldo, un horario... cuando él se estaba apagando?
Así que agarre mis cosas. Respire hondo. Y viaje.
Viaje con el alma desgarrada, con las manos temblando, con el tiempo en contra.
Porque no sabía si iba a llegar a tiempo.
Solo sabía que tenía que intentarlo.
Editado: 09.08.2025