Con los años, aprendí que el dolor no desaparece. Aprendí que no se supera. Que simplemente... se transforma.
Hay días que sigo sintiendo ese vacío, esa sombra invisible que aparece en canciones, películas, en calles que solíamos caminar. Pero algo cambió.
Hoy, después de todo... puedo decir que soy feliz.
No la felicidad ingenua de los 20, ni la que depende de que todo esté bien. Esta es una felicidad con cicatrices. Una que viene de haber perdido, de haber tocado fondo, de haber llorado hasta secarme. Y aún así, elegí seguir.
Tengo una familia. Una nueva vida. Un motivo para seguir construyendo.
No soy la misma de antes. Y ya no quiero serlo. Porque la mujer que soy hoy es la que sobrevivió a la tormenta. Es la que aprendió a amar distinto, con memoria, con respeto, con la certeza de que el amor nunca muere.
Hay una parte de mí que siempre le pertenecerá.
Pero eso no me impide seguir amando lo que tengo ahora. Eso no me impide ser feliz.
La historia no terminó. Solo cambio de forma.
Y cada vez que lo recuerdo, cada vez que sonrió con los ojos cerrados y escucho su risa en mi memoria, sé que donde esté... él está haciendo reír a alguien más.
Él amó la versión más auténtica de mí.
Y esa versión, después de todo...
sigue aquí.
Editado: 09.08.2025