Habían transcurrido más de dos semanas desde que Sandra había dado a luz. Aunque debería sentirse plena y feliz, su ánimo era sombrío. La ausencia de su esposo, quien había partido de viaje de forma repentina, pesaba en su corazón. Lo que más le inquietaba, sin embargo, era el hecho de que, antes de marcharse, él había dado vacaciones a todas a la criada que contrato hace uno mes atrás. Ese detalle, lejos de tranquilizarla, encendía sus sospechas. Algo extraño estaba ocurriendo, y ella no podía dejar de preguntarse qué papel jugaba esa mujer, Lorena, en todo esto.
El recuerdo del día en que su esposo llegó a casa, furioso, aún estaba fresco en su memoria. Aquella tarde, él la había encontrado con el recién nacido en brazos y, sin contener su ira, la acusó de haberle ocultado el momento del nacimiento de su hijo. Le gritó, le reprochó y llegó a insinuar que el bebé podría no ser suyo. Pero Sandra, herida y cansada, no se dignó a darle explicaciones. Su enojo hacia él era tan grande que no podía tolerar su hipocresía. ¿Cómo podía exigirle algo cuando había sido un esposo distante e irresponsable? Además, era imposible ignorar los rumores sobre su relación con esa Lorena, la criada que, en más de una ocasión, había salido de su habitación a deshoras. ¿Qué conexión había entre ellos? Se lo preguntaba una y otra vez, pero no encontraba respuestas claras.
—Por favor, Maritza, prepárame al niño. Hoy le toca su primera vacuna.
—Sí, señora, inmediatamente —respondió la criada.
Sandra, aliviada por unos momentos de privacidad, se dirigió al baño. El agua tibia caía sobre su piel, pero no lograba aliviar el dolor que sentía, tanto físico como emocional. Aún no se recuperaba completamente del parto, y su corazón estaba destrozado. Mientras se duchaba, comenzó a llorar. ¿Qué estaba haciendo ahí todavía? Pensó que tal vez era el momento de irse, de huir y darle a su pequeño una vida mejor lejos de esa casa.
El recuerdo de la última discusión con Alexander volvió a atormentarla. Aquella vez, su esposo la había humillado de la peor manera. Cuando Sandra le recriminó que quizá su desconfianza hacia ella era un reflejo de sus propios actos, él, lleno de ira, levantó la mano y la golpeó. Sandra sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Era la primera vez que Alexander cruzaba ese límite, y el dolor de la agresión, tanto físico como emocional, quedó marcado en su ser. ¿Cómo había llegado a esto? Se preguntó una y otra vez.
Respiró profundamente, intentando calmarse. Al salir de la ducha, se arregló con esmero y escogió un vestido floreado. El pequeño, a quien había decidido llamar Thiago —un nombre que evocaba luz y esperanza en medio de la oscuridad que atravesaba—, ya estaba listo. Sandra lo tomó en brazos y, aunque sus ojos reflejaban tristeza, logró sonreír. Thiago era su refugio, su razón para seguir adelante.
Al salir de la casa, subió al auto junto con Maritza y se dirigieron a la clínica privada. Sin embargo, lo que Sandra desconocía era que alguien la observaba desde una esquina cercana. Aquel hombre, vestido completamente de negro, con guantes, una gorra y gafas oscuras, tenía una sonrisa maliciosa en los labios. Esperó a que el auto se alejara antes de sacar un teléfono y realizar una llamada.
—La estoy vigilando. No se preocupe, cualquier información se la enviaré por mensaje —dijo con tono seguro antes de colgar.
Con una última mirada hacia la imponente casa, subió a su motocicleta y desapareció entre las calles. ¿Quién era ese misterioso hombre? ¿Por qué seguía a Sandra? Y, lo más inquietante, ¿qué papel jugaba Alexander en todo esto?
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Clarisa se encontraba sentada en la sala de espera de la clínica, moviendo nerviosamente sus manos. Samuel, a su lado, la observaba con ternura.
—No te preocupes, amor —le dijo en un intento de tranquilizarla—. Vas a ver que todo saldrá bien.
Era el día de su cita médica, el momento en que sabrían por qué no habían podido tener un bebé. Más allá de obtener respuestas, ambos esperaban que el médico pudiera ofrecerles alguna solución. Clarisa sentía un nudo en el estómago; sus nervios eran palpables, pero trataba de mantenerse positiva.
Mientras esperaban, Clarisa reconoció a una mujer que había conocido unas semanas atrás en el hospital.
—Mira, amor —dijo emocionada, señalando con discreción—. Esa es la señora a quien ayudé hace quince días. Tuvo un bebé hermoso, parece un angelito.
—¿De verdad? —preguntó Samuel con interés.
—Sí, voy a saludarla.
Clarisa se levantó de la banca y se acercó.
—¡Señora Sandra! ¿Cómo está?
Sandra volteó y sonrió al reconocerla.
—¡Pero si eres tú, muchacha! Estoy muy bien, gracias. ¿Y tú? ¡Qué alegría verte!
—¡Qué casualidad encontrarnos! ¿Le toca vacunar al bebé?
—Sí, lo traje para eso. ¿Y tú, qué haces aquí?
Clarisa apretó los labios, algo nerviosa.
—Solo vine para una cita, esperanzada en un tener pronto un bebé —respondía con evasivas. Luego, tratando de cambiar el tema, pidió—: ¿Puedo cargar al bebé? Quiero presentarle a mi esposo.
Sandra asintió y le entregó al pequeño. Juntas se acercaron a Samuel, quien se puso de pie al verlas.
—Mira, amor, ella es mi nueva amiga. Se llama Sandra.
—Mucho gusto, señor —dijo Sandra.
—El gusto es mío. Mi nombre es Samuel.
Clarisa sonrió, sintiéndose cómoda.
—¡Señora, mi esposa no deja de hablar de usted y de su bebé!— comentó Samuel y Sandra sonrió feliz.
—Mire qué lindo es. ¿Verdad que es hermoso, amor?
Samuel observó al bebé detenidamente. Era un niño precioso, con cabello rubio y unos ojos azules intensos, casi hipnotizantes. Parecía un pequeño ángel. Mientras tanto, Sandra no pudo evitar sentir una leve punzada de envidia. Observó a la pareja, tan unidos, y pensó en cómo Samuel acompañaba a Clarisa a sus citas médicas, algo que su propio esposo nunca había hecho.
—¿Les tomo una foto juntos? —preguntó Sandra, tratando de mantener la conversación ligera.