Samuel estaba en su oficina, concentrado en la pantalla del computador mientras editaba los anuncios publicitarios para los días festivos del 24, 25 y 31 de diciembre. Era un trabajo importante, ya que la comunidad MC, a la que estaba destinado el contenido, dependía de sus habilidades creativas para captar la atención del público. Con cada detalle que ajustaba, Samuel sentía la presión de cumplir con los altos estándares que se imponía a sí mismo. Sin embargo, un destello en la pantalla de su teléfono lo distrajo: era una llamada perdida de su madre. Había dejado un mensaje invitándolo a una cena familiar, recordándole que asistiera con Clarisa, su esposa. Samuel suspiró y se prometió responderle más tarde.
En ese momento, Yolanda, la asistente de su jefe, interrumpió sus pensamientos.
—Samuel, ¿estás ocupado? —preguntó mientras se acercaba.
—No, dime, ¿qué necesitas? —respondió él, tratando de disimular el cansancio en su voz.
Yolanda le mostró una parte del anuncio que necesitaba pulir y le pidió ayuda. Samuel se levantó para acercarse a su escritorio y, en el proceso, notó cómo ella se inclinaba ligeramente, rozándolo de manera sutil pero deliberada. La sonrisa coqueta que le dirigió no pasó desapercibida para Samuel, quien, manteniendo la compostura, le sugirió algunas palabras para mejorar el texto.
—Esto puede servirte, supongo —añadió con tono neutral.
—Gracias, Samuel. Oye, ¿qué harás esta noche? —preguntó Yolanda con aparente inocencia.
Él la miró con curiosidad.
—¿Por qué lo preguntas?
—Tendremos una cena con los compañeros, y se vería mal que no vinieras —explicó Yolanda.
Samuel negó con la cabeza. El no salía a las cenas de compañerismo laboral, ya que mil veces prefería estar en casa con su amada.
—Sabes muy bien que no puedo. No quiero llegar tarde a casa.
Yolanda insistió, tratando de convencerlo:
—Estar casado no te impide tener amistades. Por lo menos ven un rato para que los chicos no se sientan mal. Cada vez que te niegas, ellos lo notan.
Samuel suspiró.
—Lo pensaré, Yolanda. Ahora necesito terminar mi trabajo.
Ella asintió, pero al retirarse, caminó de manera deliberadamente llamativa, dejando a Samuel con un suspiro de frustración. Yolanda parecía decidida a coquetear con él, pero sus pensamientos y su corazón estaban completamente dedicados a Clarisa, su esposa. Samuel sabía que no había espacio para nadie más.
Finalmente, tras un día agotador, Samuel guardó su trabajo y marcó el número de Clarisa, pero, como era habitual, ella no respondió. Optó por enviarle un mensaje breve:
“Cariño, estoy terminando el trabajo.”
Sin embargo, al recibir la notificación de que el mensaje no había sido leído, soltó un bufido y guardó el teléfono en su bolsillo. A pesar de las distracciones, sus compañeros lo animaron a unirse a la cena. Samuel aceptó con cierta reluctancia, apagó la computadora y se preparó para salir.
El grupo se dirigió a un restaurante cercano, donde pidieron ramen coreano y bebidas para acompañar. El ambiente era cálido y relajado, una bienvenida distracción del estrés laboral. Durante la comida, uno de los compañeros, entre risas y curiosidad, preguntó:
—Samuel, ¿cómo va tu relación con Clarisa?
Samuel sonrió de forma nostálgica y respondió:
—Es lo más bello que tengo.
Yolanda, sin embargo, no pudo contener su curiosidad y añadió:
—¿Y cuándo tendrán un hijo?
Samuel sintió cómo la sangre se acumulaba en sus puños bajo la mesa. A pesar de su incomodidad, mantuvo la calma y respondió:
—Estamos esperando el momento adecuado. Por ahora, hemos decidido darnos un tiempo.
El comentario parecía haber puesto fin a la conversación, pero Yolanda no se detuvo.
—Samuelito, pero ya llevan muchos años. Deberías apurarte antes de que sea tarde.
Con un tono frío, Samuel le replicó:
—Yolanda, creo que esos detalles no te incumben.
Las palabras dejaron un silencio incómodo en la mesa, aunque pronto otros compañeros comenzaron a brindar para aliviar la tensión. Mientras tanto, Samuel tomaba pequeños sorbos de su bebida, sintiéndose cada vez más desconectado del grupo.
Cerca de las diez de la noche, la reunión se redujo a tres compañeros, entre ellos Yolanda, quien empezó a quejarse de que no sabía cómo regresar a su casa. Samuel, visiblemente cansado y un poco ebrio, dudaba sobre qué hacer. Por un lado, quería mantener las cosas profesionales, pero por otro, no podía ignorar la necesidad de su compañera. Finalmente, respiró hondo y sugirió:
—Puedo pedirte un taxi. Es lo mejor.
Yolanda lo miró con una mezcla de decepción y resignación, pero siguió insistiendo.
—¿Qué tal si me lleva, Samuel? —sugirió ella con una sonrisa insinuante—. Quizás hasta podamos pasarla bien.
Samuel, aunque visiblemente cansado y algo ebrio por los tragos que sus compañeros le habían insistido en tomar, soltó una risa seca. Su mirada se tornó seria al instante.
—Yolanda, eres mi compañera de trabajo y la asistente de nuestro jefe —respondió con un tono que dejó claro su disgusto—. No imaginé que fueras capaz de coquetear conmigo, sabiendo que soy un hombre casado y que amo a mi esposa. Creo que el alcohol te está haciendo ver cosas donde no las hay.
Yolanda, que había empezado con una sonrisa confiada, apretó los labios, avergonzada.
—No me interesas como mujer —continuó Samuel, categórico—. Jamás le sería infiel a mi esposa, mucho menos contigo. Lamento no poder llevarte, pero puedes pedir un taxi.
Sin decir más, dejó a Yolanda sola, quien lo observó marcharse, sintiendo una mezcla de frustración y humillación. —Ese hombre era un idiota, de lo que se perdería a mi lado— pensó Yolanda, mientras Samuel se alejaba.
Cuando finalmente llegó a casa, casi una hora después, la noche estaba fría y el reloj marcaba poco más de las once y media. Aparcó en el porche, bajó del coche y entró en su hogar, ese refugio que compartía con Clarisa. Dentro, todo estaba en calma. Se dirigió al dormitorio y allí la encontró, dormida, acurrucada bajo las mantas. La escena le arrancó una sonrisa; su esposa siempre tenía esa habilidad de calmar su mundo.