Han transcurrido ya varios días desde que Sandra abandonó la Mansión, y la fatiga no tardó en apoderarse de su cuerpo. Los dolores de cabeza que había sufrido meses atrás habían regresado con fuerza, acompañados de episodios de vómito incontrolable, aunque lo que más la aterraba era que a veces expulsaba sangre. Pese a su preocupación, decidió no decir nada a nadie. Maritza, su fiel sirvienta, no pudo evitar notar lo pálida que estaba, se le acercó con una taza de té caliente en las manos, intentando aliviarla.
Sandra, con la mirada fija en su bebé, sintió una oleada de culpabilidad. El pequeño apenas cumplía 20 días de vida, y ella lo había arrancado de un hogar cómodo para traerlo a una habitación diminuta, donde el frío se colaba por las rendijas. No obstante, no estaba dispuesta a regresar a La Mansión. No después de haber descubierto la traición de Alexander con aquella mujer que aparentaba trabajar ahi, pero había resultado ser su amante. El recuerdo aún dolía, y con un nudo en la garganta, tomó un sorbo del té. Sentía que su vida se desmoronaba, como si la llama del amor que alguna vez compartieron se hubiese extinguido por completo.
Dos días atrás, mientras regresaban del supermercado, Sandra había notado algo inquietante: un hombre las observaba desde la distancia, siguiéndolas con pasos discretos. Desde entonces, la sensación de ser vigilada no la abandonaba. ¿Podría Alexander haber enviado a alguien a espiarla? ¿O acaso eran los enemigos de su esposo quienes la habían localizado? Aquel temor constante le resultaba familiar, como un eco de situaciones pasadas.
—Señora Sandra, tiene una llamada —la interrumpió Maritza, sacándola de sus pensamientos.
Con cierto recelo, Sandra tomó el teléfono y contestó. Al otro lado de la línea, la voz de Alexander rugió con furia:
—¡Sandra! ¿Dónde diablos te has metido? He estado buscándote por todos lados. ¿Por qué te fuiste de la Mansión sin mi consentimiento?
La agresividad de su tono la descolocó, pero no tanto como los recuerdos que emergieron de golpe. Cerró los ojos, recordando sus peleas y los momentos en que Alexander había cruzado límites imperdonables.
—Lo siento mucho, Alexander —respondió, intentando mantener la calma—, pero tú y yo ya no tenemos nada. Tienes a tu amante, así que quédate con ella. Olvídate de que tienes una esposa y un hijo.
—¡Estás loca si piensas que voy a dejarte así como así! Esa mujer no significa nada, Sandra. ¡Es solo una aventura!
—¿"Solo una aventura"? —replicó ella, con la voz quebrada—. ¿Esperabas que te recibiera con los brazos abiertos después de todo lo que has hecho? ¿Qué clase de idiota crees que soy?
—Todo lo que hago es por nosotros —intentó justificarse él, pero sus palabras sonaban huecas.
—No, Alexander. Haz lo que quieras, pero déjame en paz.
—Sandra, por favor, no te comportes así. Tú y mi hijo deben estar cerca de mí. No entiendes lo peligroso que es que estén solos.
—Tus enemigos no me preocupan, Alexander. Lo único que me preocupa es que tú sigas siendo el mismo hombre egoísta de siempre.
Antes de que él pudiera responder, Sandra colgó la llamada y bloqueó el número. Su corazón latía con fuerza, mientras lágrimas silenciosas corrían por su rostro. No entendía cómo alguien podía hacerla sentir tan rota y furiosa al mismo tiempo. Pero no tuvo tiempo de reflexionar mucho; un dolor agudo en la cabeza la obligó a tambalearse.
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó Maritza, sosteniéndola por el brazo.
Sandra negó con la cabeza. Un hilo de sangre empezó a salir por su nariz.
—Dios mío, ¿otra vez? —murmuró, sintiendo el terror apoderarse de ella.
Se dirigió al baño, dejando a su hijo bajo el cuidado de Maritza. Al mirarse al espejo, su rostro pálido la devolvió a un estado de alarma. Hacía tiempo que no se sentía tan mal. Aunque su embarazo había transcurrido con relativa tranquilidad, ahora parecía que algo andaba terriblemente mal.
Decidió que no podía seguir ignorando su estado. Tomó a su bebé, lo arropó con una manta cálida y, junto a Maritza, salió rumbo al hospital público más cercano. Mientras caminaban, aquella inquietante sensación de ser vigilada volvió a presentarse. Cada sombra, cada figura desconocida en la calle la hacía mirar por encima del hombro, invadida por una inseguridad que no la dejaba respirar.
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Sandra estaba sentada en la fría silla del consultorio médico, mirando al doctor con los ojos llenos de ansiedad. A su lado, Maritza trataba de mantener la calma, sosteniendo al bebé que, después de tanto llorar, finalmente había conciliado el sueño. El médico dejó el expediente sobre la mesa, cruzó las manos y la miró con expresión grave antes de hablar.
—Señorita Sandra, siento mucho tener que decirle esto, pero los resultados de sus análisis no son favorables. Usted tiene leucemia, y su condición está en una etapa muy avanzada.
La noticia cayó sobre Sandra como una losa de piedra. Durante los últimos días había ignorado los signos: el constante cansancio, los dolores de cabeza, los sangrados inexplicables y la sensación de debilidad que no desaparecía. Todo lo había atribuido al estrés del parto reciente y a la tormenta emocional que estaba viviendo por su situación personal. Pero ahora todo tenía sentido.
—¿Leucemia? —repitió en un susurro, como si la palabra misma le costara pronunciarla.
El médico asintió.
—Así es. La leucemia es un tipo de cáncer que afecta la sangre y la médula ósea. En su caso, está en una fase avanzada, lo que significa que las células malignas han proliferado rápidamente, afectando la producción de células sanguíneas sanas. Eso explica sus síntomas: el dolor de cabeza, los vómitos, los sangrados frecuentes y la fatiga extrema.
Sandra sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Su mente intentaba procesar lo que estaba escuchando, pero todo parecía un mal sueño del que no podía despertar.