Samuel y su esposa, Clarisa, llegaron temprano a casa de la madre de él, listos para disfrutar de una velada familiar previa a la Navidad. La atmósfera estaba animada, con familiares charlando y riendo, especialmente por la llegada de las primas de Samuel que habían venido del extranjero. Entre ellas estaba Georgina, una prima muy cercana a Samuel durante su infancia. Apenas lo vio, Georgina se acercó con entusiasmo, dándole un beso en la mejilla.
—¡Wow, Samuel! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo has estado? — mencionó ella, mirándolo con calidez.
Samuel, incómodo por la efusividad de su prima frente a Clarisa, respondió rápidamente:
—Bien, Georgina. Mucho tiempo, en verdad. Ah, y te presento … a mi esposa, Clarisa. Clarisa Houston. La amo mucho.
Georgina, sin perder la sonrisa, saludó a Clarisa.
—Mucho gusto, Clarisa. Soy Georgina, la prima favorita de Samuel. No estaba por aquí porque vivo en el extranjero, pero qué alegría conocer a su esposa.
Clarisa respondió cortésmente, pero por dentro sintió una punzada de incomodidad. ¿Era celos? No estaba segura, pero algo en la actitud de Georgina le resultaba demasiado familiar. Sin embargo, decidió ignorarlo.
Pronto, todos se acomodaron para cenar. La conversación giró en torno a Samuel: su trabajo, sus logros, y, por supuesto, el esperado tema de los hijos. La madre de Samuel, entre bromas y comentarios aparentemente inofensivos, no pudo contener su impaciencia.
—Bueno, Samuel, Clarisa… ¿cuándo nos darán una sorpresa? Pensamos que este Año Nuevo sería la ocasión perfecta para anunciar algo grande.
Clarisa apretó la mano de Samuel debajo de la mesa, sintiéndose cada vez más presionada. Aunque habían intentado concebir, ahora será difícilz ya que ella es estéril y el tema era un punto sensible para ambos. Finalmente, sintiéndose arrinconada, Clarisa habló.
—Por ahora… no puedo tener hijos —dijo, con voz temblorosa pero decidida.
La sala quedó en silencio. Las miradas de sorpresa y desconcierto se dirigieron hacia ella. Samuel la miró con ojos serios, apretando su mano con suavidad. No era necesario que lo dijera, pensó él, pero entendió que su esposa estaba agotada emocionalmente.
La madre de Samuel, sin poder ocultar su decepción, intentó cambiar de tema para aliviar la tensión, aunque no sin dejar escapar un comentario sobre visitar médicos y buscar soluciones. La velada continuó, aunque el ambiente estaba visiblemente afectado.
En un momento dado, la madre de Samuel llamó a su hijo a la cocina. Él, resignado, la siguió, dejando a Clarisa sola en la sala.
—¿Cómo es eso de que Clarisa no puede tener hijos? ¿Es una broma? —preguntó su madre con el ceño fruncido.
Samuel intentó mantener la calma.
—Madre, ese no es un tema para discutir aquí. Estamos en familia, ¿por qué insistes?
—Porque soy tu madre, Samuel, y esto me preocupa. Tú eres nuestro único hijo. ¿Qué piensas hacer? No puedes dejar que esto quede así.
Samuel respiró profundo, tratando de mantener la compostura.
—Lo que Clarisa y yo hagamos es asunto nuestro. No tienes derecho a entrometerte.
Pero su madre no cedió. Con voz cortante, dejó escapar las palabras que más temía Samuel.
—¿Por qué te casaste con una mujer inútil? Si no puede darte hijos, ¿qué esperas para divorciarte? Necesitas alguien que pueda darte descendencia.
En ese momento, Clarisa, quien había ido al lavabo, escuchó la conversación desde la puerta, se detuvo. Su corazón se rompió en mil pedazos al escuchar aquellas crueles palabras. Sus puños se apretaron con fuerza, y las lágrimas comenzaron a correr por su rostro.
Samuel, al darse cuenta de la gravedad de la situación, levantó la voz.
—¡Madre, basta! No puedo creer que seas capaz de decir algo tan horrible. Clarisa es mi esposa porque la amo, no porque tú lo apruebes. Si no puedes aceptarla, entonces no tienes lugar en nuestra vida.
La madre, sorprendida por la reacción de su hijo, trató de replicar, pero Samuel no le dio oportunidad.
—Lo siento mucho, madre, pero no puedo quedarme aquí escuchando esto. Has cruzado todos los límites.
Cuando Samuel regresó al comedor, vio a Clarisa de pie, con los ojos llenos de lágrimas. Sin dudarlo, la abrazó con fuerza y le susurró:
—Vámonos de aquí.
Clarisa asintió, demasiado herida para hablar. Ambos recogieron sus abrigos y se dirigieron hacia la puerta, dejando atrás el bullicio de la familia y la mirada incrédula de la madre de Samuel, quien comenzó a sentir el peso de sus palabras.
En el auto, mientras se alejaban de la casa, el silencio fue abrumador. Finalmente, Samuel tomó la mano de Clarisa y con amor le dijo.
—Lamento mucho lo que pasó. Nunca permitiré que nadie te falte al respeto, ni siquiera mi madre.
Clarisa, entre lágrimas, respondió:
—Solo quiero que seamos felices, Samuel. No necesito la aprobación de nadie, pero duele escuchar esas cosas.
Samuel la miró con ternura y determinación.
—Lo seremos, Clarisa. Pase lo que pase, estamos juntos en esto.
Mientras avanzaban por las calles iluminadas con decoraciones navideñas, dejaron atrás el dolor de aquella noche, prometiéndose a sí mismos que su amor sería más fuerte que cualquier adversidad.
*****
El día siguiente, Clarisa y su esposo decidieron pasear hacia el campo donde se celebraban los eventos de la temporada navideña. Este año, uno de los espectáculos más esperados era el de surf sobre hielo. Las pistas, iluminadas con luces brillantes de colores que danzaban al ritmo de villancicos, estaban llenas de patinadores que realizaban piruetas y acrobacias. Alrededor, varios niños corrían entusiasmados mientras figuras vestidas de Santa repartían golosinas y animaban el ambiente. La nieve caía suavemente, creando un paisaje de cuento, y los visitantes no paraban de tomarse fotografías y disfrutar de la magia de la Navidad.