Alexander repasaba su móvil una y otra vez, con los nervios a flor de piel. La incertidumbre lo devoraba. Su esposa, Sandra, había desaparecido junto con su hijo, y por más que buscaba alguna pista, el silencio era lo único que le respondía. Su mente no dejaba de reprocharle: ¿Qué esperaba? ¿Qué otra cosa podía pasar si ella descubrió mi infidelidad? Soy un estúpido. Un idiota.
Se decía una y otra vez.
Con el alma hecha pedazos, abrió una botella de whisky y dejó que el ardor del alcohol quemara su garganta. Cada trago era un recordatorio de su fracaso, de las malas decisiones que lo habían llevado a perder a la mujer que amaba. Mandó a buscarla, contrató a personas para rastrear cualquier señal, pero los resultados siempre eran los mismos: nada. Sin embargo, Alexander no se resignaba. A pesar de sus errores, oraba al cielo para que Sandra estuviera a salvo, junto con su hijo. Tenía miedo, un miedo profundo que lo asfixiaba, pero estaba decidido a remediar su error. No iba a perderlos. No podía.
—Tengo que encontrarla— murmuró, con un nudo en la garganta. Se pasó una mano por el cabello, despeinándolo, mientras las palabras de su conciencia seguían martillándole. Había dejado que su ambición lo cegara. La riqueza lo había seducido, llevándolo a involucrarse con Lorena, una mujer tan poderosa como peligrosa, y peor aún, con el padre de ella, un hombre que representaba un peligro latente. Sabía que debía romper esa asociación cuanto antes. Era consciente de que, si no lo hacía, no solo perdería a Sandra y a su hijo, sino que podría poner sus vidas en riesgo.
Al regresar a su mansión, se encontró con la nana, una mujer que había cuidado de él desde niño y que ahora observaba su desesperación con ojos tristes.
—¿Hay noticias de Sandra? —le preguntó, su voz cargada de ansiedad.
La nana negó con la cabeza, suspirando con pesar.
—No, hijo. Ninguna. Pero cometiste un error, y el karma siempre regresa. Ojalá no sea demasiado tarde para enmendarlo. Pobre Sandra… Espero que esté bien, allá afuera, junto con el pequeño. Este mundo es cruel, y mi miedo es que esa mujer con la que te involucraste pueda hacerle daño.
Alexander cerró los ojos, sintiendo cómo la culpa lo aplastaba.
—Tienes razón, nana. Cometí el peor error de mi vida. Pero haré todo lo posible por encontrarlos. No voy a dejar que nada malo les pase.
Subió a su habitación, sumido en sus pensamientos, cuando su móvil vibró. Era una llamada entrante de Lorena. Apretó los puños, consternado. Odiaba tener que hablar con ella, pero sabía que debía mantener las apariencias. Si intentaba alejarse de golpe, Lorena no se lo tomaría bien, y una mujer como ella podía desatar un infierno.
—¿Cómo estás, Alexander? —preguntó ella, con esa voz seductora que lo había enredado meses atrás.
—Bien, Lorena. ¿Qué pasó?
—¿Ya llegaste a tu mansión? ¿Te deshiciste de tu esposa?
Alexander sintió que la sangre le hervía, pero se obligó a sonreír, aunque ella no podía verlo.
—No tienes que preocuparte por Sandra. Está fuera del camino.
Lorena rió suavemente al otro lado de la línea.
—Eso espero. ¿Cuándo vienes? ¿O prefieres que yo vaya?
Alexander tragó saliva.
—Haz lo que prefieras. Ahora estoy ocupado, pero hablamos luego.
Cuando colgó, lanzó el teléfono sobre la cama con frustración. La situación lo estaba destrozando.
—¿Cómo permití que mi ambición me llevara a esto?— Su esposa y su hijo estaban en peligro, y él era el único responsable.
Decidido a actuar, marcó el número de Kerwin, un investigador privado en quien confiaba plenamente.
—Kerwin, necesito tu ayuda.
—A sus órdenes, señor Alexander. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Quiero que encuentres a mi esposa, Sandra, y a mi hijo. Ella iba acompañada de una sirvienta llamada Maritza. Te enviaré todos los detalles necesarios.
—No se preocupe, señor. Me pondré en ello de inmediato.
Alexander colgó y exhaló un largo suspiro. Por primera vez en días, sintió una chispa de esperanza. Aunque las probabilidades estuvieran en su contra, no iba a rendirse. Encontraría a Sandra y a su hijo, sin importar el precio. No los perdería. Nunca.
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Sandra estaba sumida en una angustia que la sofocaba más que la tos persistente que últimamente le había estado robando el aliento. Sus días se habían vuelto una batalla constante contra un diagnóstico devastador: estaba a punto de morir, y la única posibilidad de tratamiento requería un hospital costoso. Sin embargo, conseguir ese dinero significaba enfrentarse nuevamente a Alexander, algo que temía más que la enfermedad misma. Alexander había sido su refugio en el pasado, pero también su condena, y ahora esa mujer no paraba de llamarla para atormentarla.
Hace apenas unos días, había recibido una llamada que la llenó de terror. Una voz femenina, cargada de resentimiento, la amenazó con un tono sarcástico y cruel.
—Espero que nunca te atrevas a volver, porque le irá muy mal a tu querido hijo. Créeme, no estoy bromeando. Yo siempre debí ser la mujer de Alexander. No sé para qué apareciste tú. Por esa razón, estás advertida. Te tengo vigilada. ¿No ves a esos hombres cerca de ti? O acaso crees que fue Alexander quien se preocupó por protegerte. Él está muy contento de que te hayas ido. Así que desaparece de una vez o te irá muy mal.
Sandra había colgado la llamada con las manos temblorosas. La voz seguía resonando en su mente, y la posibilidad de que Alexander estuviera involucrado en su vigilancia le revolvía el estómago. Si bien había considerado acudir a él como última opción para costear su tratamiento, esa llamada confirmaba que su regreso no solo sería peligroso, sino también en vano. Era evidente que Alexander no deseaba que volviera.
A pesar del miedo, Sandra no tenía tiempo para rendirse. Tenía algo claro: no iba a permitir que su hijo creciera desprotegido o en las manos de su padre, un hombre hipócrita que nunca había valorado ni a ella ni al pequeño. Mientras miraba al vacío, sumida en sus pensamientos, la señora Maritza apareció con el bebé en brazos.
—Señora, le diré algo: voy a buscar unas pastillas para que se sienta mejor.
Sandra negó con la cabeza, con una tristeza que le pesaba en cada palabra.
—Déjalo, Maritza. Ya no tenemos dinero. Deberías alejarte de mí. No podré pagarte nada. —
Maritza frunció el ceño, con una expresión de indignación.