Samuel trabajaba contra reloj, organizando los últimos detalles de las canastas básicas que serían entregadas a los trabajadores de la empresa. Faltaban pocas horas para que llegara la noche, y el peso de las responsabilidades recaía completamente sobre sus hombros. Mientras revisaba listas y confirmaba entregas, su teléfono vibraba con insistencia. Había recibido varias llamadas de su esposa Clarisa, de sus padres e incluso de su suegra, pero el trabajo no le daba tregua. Intentó tranquilizar a Clarisa con un mensaje breve, pero sabía que su esposa prefería escuchar su voz. Ella nunca respondía los mensajes; siempre esperaba una llamada.
Cuando finalmente concluyó su tarea, Samuel informó a su jefe, el señor Mario, que todo estaba listo.
—Don Mario, ya terminamos. Si me permite, me retiro. Mi esposa me está esperando.
El jefe, un hombre robusto de carácter impositivo, lo observó con una ceja arqueada.
—¿No te vas a quedar para la cena de despedida?
—Lo siento, pero no puedo quedarme. Mi esposa y yo hemos planeado organizar la cena para mañana, y ya es tarde.
Don Mario sonrió, pero su mirada tenía un tinte de autoritarismo.
—Samuel, soy tu jefe, y te estoy diciendo que te quedes. Tendrás quince días de vacaciones. Un poco de convivencia con tus compañeros no te matará.
Samuel sabía que no debía contradecirlo. Aunque lo inquietaba la reacción de Clarisa, asintió con pesar. Antes de unirse a la reunión, marcó el número de su esposa. La llamada fue respondida al segundo tono.
—¿Cariño? —dijo Clarisa con un tono que oscilaba entre la preocupación y la impaciencia—. ¿Qué está pasando? Te estoy esperando desde hace horas.
—Mi amor, lo siento. Mi jefe organizó una cena de despedida y me pidió que me quedara un rato.
Clarisa suspiró, dejando escapar su frustración.
—Samuel, habíamos quedado en preparar juntos las cosas para mañana. ¿Crees que puedo hacerlo todo sola?
—Te prometo que mañana tendré todo el tiempo para ayudarte.
El silencio al otro lado de la línea fue un golpe sordo. Finalmente, Clarisa respondió con una frialdad que Samuel no esperaba.
—Quizá también tu trabajo debería acogerte en su casa. —Y colgó.
El comentario lo dejó perplejo. Intentó llamarla de nuevo, pero no obtuvo respuesta. Miró hacia la sala donde sus compañeros y Don Mario ya comenzaban a brindar y a reír ruidosamente. Sentía un nudo en el estómago. Después de dos horas de estar ahí, Samuel no pudo soportarlo más. Se levantó de la mesa y se dirigió a su jefe.
—Don Mario, ya es tarde. Creo que será mejor que me retire.
—¿Ni siquiera has tomado una copa? —preguntó el jefe con incredulidad.
—No puedo beber. Tengo que manejar.
—Está bien, tienes razón. Llama al chofer que venga a llevarme.
Samuel soltó un suspiro de alivio. Recogió sus cosas y salió del edificio. Durante el trayecto en el auto, intentó llamar a Clarisa varias veces, pero ella seguía sin responder. Cuando llegó a casa, ya era casi medianoche. Entró al vestíbulo y, tras cerrar la puerta, notó la luz tenue de la sala. Allí estaba Clarisa, sentada en el sofá, viendo televisión.
—Te estaba llamando, mi amor —dijo Samuel mientras se acercaba y le daba un beso en la frente.
Clarisa no apartó la vista de la pantalla.
—Ya viniste. Buenas noches —respondió con frialdad.
—¿Por qué estás molesta? —insistió él, tratando de suavizar la situación—. Vengo del trabajo. Hice lo que me pidieron. Tú sabes cómo es mi jefe.
—Lo sé, Samuel. Pero no entiendo por qué siempre debes ponerlo todo por encima de nosotros. Imagínate hasta hoy te dio tus vacaciones a un día para noche buena, todavía abusa de tu generosidad, en fin nunca tienes tiempo.
—No es eso. Tú sabes que no tengo la suerte de tener un mes de vacaciones como tú.
—No se trata de las vacaciones —replicó Clarisa, girándose finalmente hacia él—. Se trata de prioridades. Yo no estoy saliendo a beber con compañeros. Si tu jefe te invita, puedes decir que no, ya termino tu año laboral. ¡Que más desea!
—No es tan simple. Hice un favor. Eso es todo.
—Pues que tu trabajo también te haga compañía en esta casa —dijo ella, cruzando los brazos.
Samuel suspiró. Sabía que discutir no llevaría a nada. Fue a la cocina, se sirvió un plato de la cena que Clarisa había preparado y se sentó en la barra, comiendo en silencio. A pesar de su malestar, no podía dejar de pensar en cuánto amaba a su esposa. Su relación siempre había sido fuerte, pero últimamente las tensiones del trabajo parecían interponerse entre ellos.
Cuando terminó de comer, regresó a la sala. Clarisa seguía viendo televisión, ignorándolo. Samuel se sentó a su lado y le tomó la mano.
—Escucha, amor. No quiero que estemos así. Yo también quiero que pasemos la Navidad juntos y en paz. Mañana prometo ayudarte con todo.
Clarisa suspiró y, aunque no respondió de inmediato, finalmente apagó la televisión.
—Está bien, Samuel. Solo espero que realmente cumplas lo que dices.
—Lo haré. Lo prometo. —Samuel sonrió, aliviado de que la tensión comenzara a disiparse.
Esa noche, mientras se preparaban para dormir, ambos entendieron que las discusiones eran inevitables, pero que el amor que se tenían los ayudaría a superar cualquier obstáculo. La Navidad estaba a pocas horas, y Samuel estaba decidido a aprovechar cada momento junto a su esposa, dejando atrás las tensiones del trabajo.
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Por la mañana del 24 de diciembre, Samuel despertó y notó que Clarisa no estaba en la casa. Se levantó algo confundido, la llamó al móvil, pero ella no respondió. Frustrado, se preguntó por qué su esposa se comportaba de forma tan infantil. Después de todo, él no se permitía ese tipo de actitudes, ni siquiera por los problemas del trabajo que tanto los distanciaban últimamente. Se dio una ducha, bajó al salón y encontró comida lista. Calentó un poco, desayunó rápido y decidió salir a buscarla.