Alexander había pasado un mes sumido en un abismo de dolor y remordimientos tras la muerte de su esposa Sandra y su hijo, o al menos eso creía. Cada noche, la imagen de ellos le atormentaba, y los ecos de sus risas resonaban en los rincones vacíos de su mansión. Pero la oscuridad en su corazón no había sido solo fruto de la pérdida; también llevaba consigo el peso de sus decisiones, en especial la venganza que lo llevó a eliminar a Lorena y a su padre. Esa noche fatídica seguía grabada en su mente.
Había llegado al penthouse con un propósito claro. Lorena, siempre radiante y segura de su poder, lo recibió con una sonrisa seductora. Se acercó a él sin sospechar nada, plantándole un beso en los labios, pero Alexander la apartó bruscamente.
—¿Crees que vine aquí para pasarla bien contigo, maldita asesina? —rugió con furia contenida.
Ella lo miró, desconcertada.
—¿Qué te pasa, Alexander? ¿Por qué me hablas así? —preguntó, cruzándose de brazos.
—¿Pensaste que, después de mandar a matar a mi esposa y a mi hijo, caería en tus brazos? Jamás, Lorena. Jamás. —Sus palabras eran veneno puro.
Lorena, confundida y ahora asustada, retrocedió un paso.
—¡Estás loco! Yo no maté a nadie. No entiendo de qué hablas.
—No te hagas la inocente. Lo sé todo. Sabes bien que nunca te amé. Solo estuve contigo por tu padre, porque me convenía. Pero tú y esa maldita droga me arrebataron todo lo que amaba. —Alexander sacó un arma apuntándole directamente al pecho.
Lorena comenzó a temblar.
—Por favor, Alexander… no hagas esto. —Intentó ganar tiempo mientras su mente buscaba una salida.
—Firme esos documentos —le ordenó, lanzándole un par de hojas y un bolígrafo.
Ella los tomó con manos temblorosas, leyendo rápidamente. Era un traspaso completo de las cuentas bancarias y propiedades de su familia a nombre de Alexander.
—¡No puedes pedirme esto!
— O los firmas, o aquí mismo termino contigo.
Sin más opción, Lorena firmó. Sus ojos se llenaron de lágrimas al entregar los papeles.
—Ya está. Déjame en paz. Ya no te molestare más. Pero déjame vivir.
—Hasta nunca, Lorena. —Alexander disparó sin piedad.
El cuerpo de Lorena cayó al suelo, convulsionándose. Alexander la miró sin remordimientos y disparó una vez más para asegurarse de que estuviera muerta. Luego llamó a su hombre de confianza para que se deshiciera del cuerpo y de cualquier evidencia. Con una frialdad calculada, abandonó el lugar con los papeles en mano, sintiéndose vacío.
De regreso en su mansión, Alexander se encerró en el alcohol y la soledad. La televisión repetía la noticia del hallazgo de los cuerpos de Lorena y su padre, pero a él no le importaba. Nada parecía importar ya.
El tiempo transcurría lentamente mientras él se debatía entre dos opciones: desaparecer del país o acompañar a su esposa en el más allá, como una forma de expiar el sufrimiento y la culpa que lo consumían. Así pasó un mes entero, perdido entre botellas de alcohol, apuestas en los casinos y la decadencia de su propia existencia.
Durante ese tiempo, entregó una parte de sus acciones a a su fiel trabajador, ese mismo hombre que se habia deshizo del cuerpo de Lorena. Sin cuestionar su decisión, dejó que ese individuo se hiciera cargo de la empresa ilegal en la que se traficaban drogas y otros productos ilícitos, despojándose de cualquier responsabilidad o interés.
Finalmente, regresó a la mansión, sucio, desaliñado y sin un propósito claro. Sus pasos resonaron pesados en el silencio del lugar, y Minerva, su nana lo interceptó en el vestíbulo.
—Señor, no puede seguir así —dijo con una mezcla de tristeza y preocupación en la mirada—. No eche su vida a perder.
La voz de Minerva, cargada de melancolía, lo atravesó como un recordatorio de lo lejos que había caído. Pero él apenas reaccionó, sumido en un abismo que parecía no tener fin.
Se tiro en la cama, mirándo hacia el techo, sostenia una botella de vodka, siguio tomando sin repararo, pero de repente su móvil resonó, llamando su atención.
—¿Qué quieres? —preguntó Alexander al contestar, su voz áspera por el alcohol.
—Señor, soy el detective. Tengo noticias que podrían interesarle.
—Habla.
—Su hijo está vivo.
Alexander se levanto de la cama, sintió cómo la botella que sostenía se le resbalaba de las manos, estrellándose contra el suelo.
—¿Qué estás diciendo? Eso no es posible.
—Su hijo sobrevivió al ataque, señor. El no fue herido de bala. Al parecer, su esposa entregó una carta de poder legal para que una pareja lo adoptara. Tengo los datos. Se los enviaré ahora mismo.
El detective cumplió con su palabra, enviándole la información necesaria. Alexander, conmocionado, se dio una ducha rápida, se medio afeitó y se vistió como si cada segundo contara. Bajando apresurado, se cruzó con Minerva, su nana y única compañía en esa inmensa casa.
—¿Adónde vas? —preguntó ella, preocupada.
—Mi hijo está vivo, Minerva. Voy a buscarlo.
Alexander le explicó un poco a Minerva lo que el detective le dijo.
—Pero, Alexander, si Sandra hizo eso, fue para protegerlo. Quizás deberías…
—¡No! Es mi hijo. No puedo dejarlo con otros.
Sin escuchar más advertencias, Alexander salió de la casa, decidido. El sentía que ahora tenía un motivo para seguir viviendo y era criar a su bebé.
La dirección que el detective le había proporcionado lo llevó a un barrio tranquilo en las afueras de la ciudad. Durante el trayecto, sus pensamientos giraban en torno a Sandra. ¿Por qué había hecho todo aquello? ¿Por qué dejar que él creyera que su hijo estaba muerto? Ahora entendía que ella solo buscaba protegerlo, especialmente de Lorena, quien había demostrado ser capaz de cualquier cosa. Pero ahora esa mujer ya no existía, por lo que él llevaría al niño donde pertenece.
Alexander estacionó su coche frente a una modesta casa de ladrillo rojo. Había un hombre limpiando y al otro extremo una mujer cargando a un bebé, su corazón se detuvo. Al ver la escena, quizás él estuvieras así de feliz con su esposa y su hijo, si no se hubiera portado como un cabron.