Un Bebé como regalo de Navidad.

17. Dejarlo con ellos.

Samuel estaba ocupado quitando la nieve acumulada frente a su casa. El invierno había dejado el vecindario cubierto de blanco, y aunque el trabajo era agotador, encontraba un extraño consuelo en el frío aire matutino. A su lado, el camión de basura pasaba recogiendo los restos de las fiestas de diciembre y el inicio del año, mientras él desarmaba las luces navideñas que adornaban la fachada. Al otro lado Clarisa observaba a su esposo con su hijo, Emmanuel, acurrucado en sus brazos. El clima era ideal para un paseo, pero pronto Samuel tendría que marcharse al trabajo, dejándola a cargo del niño.

Clarisa había tomado una decisión importante: renunciar a la idea de contratar a alguien para cuidar a Emmanuel. Su trabajo como administradora de una propiedad perteneciente a una mujer adinerada le ofrecía la flexibilidad necesaria para estar con su hijo. Era una labor tranquila, compartida con tres muchachas más, y su jefa, a quien veía pocas veces al año, había demostrado gran aprecio por ella. Clarisa había decidido criar personalmente a Emmanuel; no permitiría que nadie más tomara esa responsabilidad.

Mientras los pensamientos de Clarisa rondaban en estas decisiones, un auto negro se detuvo frente a la casa. Un hombre bien vestido salió del vehículo y se dirigió directamente hacia Samuel, quien, sorprendido, dejó caer la pala que sostenía. El hombre, con rostro cansado y una expresión sombría, se acercó con pasos firmes.

—¿Es usted Samuel Lombardi? —preguntó el desconocido.

Samuel asintió, intercambiando una mirada rápida con Clarisa, quien apretó más fuerte a Emmanuel contra su pecho, sus ojos reflejando incertidumbre.

—Mi nombre es Alexander Garth. Estoy aquí para buscar a mi hijo —anunció el hombre, con una voz que temblaba levemente.

Samuel frunció el ceño, confundido. Clarisa, por su parte, sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Disculpe, señor, no sé de qué está hablando —respondió Samuel con calma, aunque su tono era firme.

Alexander avanzó un paso, su mirada fija en el pequeño que Clarisa sostenía.

—Ese niño… ese niño es mío. Es mi hijo y él de Sandra mi esposa.

Clarisa retrocedió instintivamente, su respiración acelerada mientras protegía al bebé.

—No sé qué pretende —respondió ella con voz temblorosa—, pero este niño es nuestro. Mi esposo y yo lo estamos criando, y nadie nos lo va a quitar.

—¡Es mi hijo! —insistió Alexander, su voz quebrándose—. Sandra… mi esposa… ella… ella me había dicho en una carte que nuestro hijo estaba muerto. Pero ahora sé que está vivo.

Clarisa y Samuel intercambiaron una mirada cargada de tensión. Samuel dio un paso al frente, interponiéndose entre Alexander y su familia.

—Lo siento, señor, pero aquí no tiene nada que reclamar. Sandra nos dejó una carta de poder antes de fallecer, otorgándonos la tutela legal de Emmanuel. Este niño es nuestro, y nadie lo va a separar de nosotros.

El rostro de Alexander palideció al escuchar esas palabras. Dio un paso atrás, tambaleándose como si el peso del mundo cayera sobre sus hombros.

—¿Sandra hizo eso? —murmuró, con los ojos llenos de lágrimas—. Supongo… que ella tenía razón. Yo nunca estuve ahí para mi hijo… ni para ella.

El silencio que siguió fue insoportable. Finalmente, Alexander levantó la mirada, llena de una mezcla de tristeza y resignación.

—¿Puedo verlo? Solo… solo quiero verlo una vez. Les prometo que no intentaré llevármelo.

Clarisa dudó, pero la firme voz de Samuel interrumpió.

—Está bien. Pero solo por un momento.

Alexander se acercó lentamente, sus ojos encontrándose con los del pequeño. Emmanuel lo observó con curiosidad, su cabecita inclinada. Los ojos del niño eran idénticos a los de Sandra: un azul cristalino que Alexander nunca podría olvidar. Las lágrimas cayeron sin control por el rostro del hombre mientras acariciaba suavemente la mano del bebé.

—Lo siento, pequeño —susurró con la voz rota—. Lamento no haber estado para ti ni para tu madre. Espero que algún día puedas perdonarme.

Se apartó con dificultad, besando la frente del niño como si quisiera grabar ese instante en su memoria. Luego se volvió hacia Samuel y Clarisa, su rostro marcado por el dolor, pero también por una extraña paz.

—Gracias por cuidarlo. Puedo ver que estará bien con ustedes.

Alexander dio un último vistazo al pequeño antes de regresar a su auto.

—A veces no sabemos apreciar lo que tenemos hasta que lo perdemos —dijo antes de marcharse—. Sean el buen esposo y padre que yo nunca logré ser.

El auto arrancó y desapareció al final de la calle, dejando tras de sí el frío viento de invierno y el corazón de Samuel y Clarisa latiendo con fuerza. Emmanuel se removió inquieto en los brazos de su madre, pero pronto se calmó, acurrucándose contra ella mientras el silencio volvía a envolver la calle.

Alexander llego a su mansión y miro a su nana, ella se acercó y lo abrazó.

—Nana Minerva, lo dejé con ellos, quizá es lo mejor.

—Sí mi niño, es lo mejor.

El asintió subiéndo las escaleras, entró a su habitación y se encerró.

***

El día amaneció sombrío, acorde con el peso en su corazón. Alexander terminó de colocar los últimos detalles en un sobre: los documentos legales que aseguraban que la mitad de su herencia iría a su hijo y la otra mitad a Minerva, la mujer que lo había cuidado como una madre desde que perdió a sus propios padres. Había pasado semanas investigando a la pareja que adopto a su hijo, y los informes del detective lo tranquilizaron. Eran personas honradas, trabajadores humildes que podrían darle al pequeño una vida sencilla pero llena de amor. Alexander sabía que su hijo estaría en buenas manos, aunque la decisión de dejarlo con ellos le destrozaba el alma. Sin embargo ya no haría nada, fue la voluntad de Sandra y el no se interpondrá. Empezó a escribir una carta para Minerva, mientras lo hacía su corazón latía con fuerzas y sus ojos se llenaron de lágrimas, ya no tenía sentido para él seguir viviendo.



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En el texto hay: amor, amor dolor dulsura, fe

Editado: 26.12.2024

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