Me pregunto en qué momento aquello se volvió esto; aun así, no puedo darme el lujo de distraerme. Sea una cosa o la otra, ambas son un desastre.
—Bien…, ese es mi punto, ¿por qué tendría que hacerlo? —respondo con indiferencia a su suposición, y él vuelve a reírse sarcástico, como si de verdad yo le pareciera un chiste.
—Eso se solucionaría levantando los ojos de la montaña de papeles que siempre mantiene en su escritorio. Así me vería cuando entrego su correspondencia y sabría quién soy —emite como una especie de regaño.
Me enerva porque en serio no tengo idea de quién es y a qué viene todo este invento. Me bajo de la cama y me acerco despacio, llevando conmigo la almohada. Me inclino, acortando los pocos metros de distancia que nos separan, y es cuando tengo una vista más completa de su rostro. Debo aceptar que mis impresiones iniciales no estaban nada erradas.
Le enfrento y señalo mis ojos porque no es momento de llorar por pudores. Respiro profundo y hablo antes de que me dé un soponcio.
—Para su información, tengo astigmatismo severo —digo, acomodando mis lentes y, de paso, mis agallas.
—¿Eso qué quiere decir? —pregunta, enojándome como si no me explicara bien; sin embargo, su mirada parece confusa.
—¡Acaso es tonto! No puedo ver bien y mi visión es defectuosa sin mis lentes. Es como si estuviera ciega —admito mi debilidad.
Su expresión no cambia y debe ser porque le he llamado tonto; aunque se lo merece, esa no es mi intención. Tomo una pausa cuando me doy cuenta de que me estoy quedando sin aire y sin espacio para continuar. Debo retroceder, estoy cerca. Demasiado cerca.
—¡Bueno! Sé que exagero con lo de ciega, pero qué le voy a hacer, así es mi visión: distorsionada, borrosa. Y es en ese preciso momento cuando llega la mensajería, así que tomo un descanso de mis lentes. ¿Eso aclara su confusión? —explico irritándome.
No me gusta tener que explicar estas cosas; aparte de Erick y mamá, no suelo hablar de esto con nadie más. Ni siquiera con Arthur, porque él de verdad lo entiende y no me juzga por eso.
Voy a seguir, pero su mirada continúa en el mismo trance, como si en verdad no entendiera lo que quiero decir, aunque me alegra que no crea que es un chiste y se eche a reír de nuevo. No dice nada, y, sin embargo, levanta la palma de su mano derecha y la agita frente a mis ojos.
—¿Qué diantres hace?
—Estoy comprobando algo.
—Que lento es. Por si no se ha percatado, llevo mis lentes; es obvio que veo su mano. —«Y muchas otras cosas más», pero eso no viene al caso—. ¿Acaso pretende burlarse de mi deficiencia? Porque no es para nada gracioso.
—Por supuesto que no lo pretendo. Lo siento —se excusa, también murmura algo por lo bajo, de lo que solo entiendo—. …no lo sabía... pero ahora lo comprendo —añade, confundiéndome a mí.
—¿Entender qué? ¿La definición de astigmatismo severo?
—No, claro que lo sé —responde, como si ahora yo le estuviera insultando a su inteligencia.
No le doy más largas; en el estado en que estoy, lo que más necesito es llegar al final de todo esto. Le hago señas para que avance y terminemos con todo.
—¿Podría continuar?
—Un momento —se queja y yo lanzo un resoplido.
Era el colmo, ahora necesita tiempo. Pero, ¿para qué? ¿Para inventarse otro cuento? Le miro, impaciente.
—A esa hora yo estaba por entregar mi turno —prosigue al fin, y el misterio que le está dando a sus palabras me está poniendo los pelos de punta—. Debido a eso, tuve que hacer tiempo extra e ir rápidamente a su casa en busca de esos archivos o hacer que los enviara a su secretaria. Cuando llegué fue que todo sucedió —añade, y eso último sí que sonó misterioso, como si estuviera narrando un crimen.
¿Ahora de qué va?
—¿Y-y qué fue lo que sucedió, aparte de lo otro? ¿Por qué no me llamó? ¿Acaso no tiene teléfono?
—¿Aparte de la otra versión de lo sucedido, quiere decir? —expone, y yo quiero empezar a echar humo por las orejas, pero no me deja decir nada, poniendo su mano como un freno—. Haga de cuenta que eso es solo otra manera divertida de ver los hechos. En cuanto a la respuesta a su pregunta: sí, pero cuando le llamé, nunca contestó —agrega.
—No…, no recuerdo haber recibido llamadas de un número extraño —digo, haciendo una nota mental de revisar mi teléfono más tarde para comprobarlo.
Por lo general, no suelo contestarlas si desconozco los números. Y es raro, porque Agnes sí suele informarme de las llamadas extrañas. A él no parece importarle mi respuesta y continúa.
—¿Aún quiere saber lo que exactamente pasó? —pregunta, y la malicia está de vuelta en su cara.
Lo único que puedo pensar es que esto se está alargando demasiado, y parece que estoy cayendo en el juego de las mil historias sin sentido contadas por un desconocido que ha aparecido en mi habitación. Y para colmo, estoy perdiendo la paciencia. Quizás solo debería echarle o llamar a la policía; a lo mejor es un ladrón que trata de embolatarme para robarme, o peor, y fue él quien me drogó y pasó todo lo que ha dicho al comienzo.
¡Oh, no!
#154 en Otros
#73 en Humor
#500 en Novela romántica
romance, comedia y drama, comedia humor enredos aventuras romance
Editado: 12.06.2025