No me gusta admitirlo, pero me siento muy optimista sobre el asunto.
―¿Por qué no intentas seducirlo otra vez? ―pregunta de repente, volviendo a su compostura y masajeando su barbilla. Se acerca a donde estoy arrellanada en el sofá Copenhague, de tapicería italiana, regalo de un amigo suyo y que me dio a mí. En realidad, lo odio, y solo me acomodo allí cuando quiero quejarme―. No sería una mala idea; ¿acaso no tienes curiosidad? ―sigue diciendo cuando se sienta a mi lado.
¿Curiosidad? ¿Sobre qué exactamente?
¡Oh no!
Me exalto al ver lo que mi inconsciencia ha traído a mi mente. Jamás haría eso. «Sí, soy una mojigata consagrada».
―No y no. ¿Por qué no dejas de decir tonterías? Además, no tengo talento para eso ―contesto espantada.
―De acuerdo, no opinaré más. Tienes razón, es tu asunto, así que resuélvelo a tu manera ―dice, alzando su mano para advertirme―. Tómate las cosas con calma y confía en ti misma. Y respecto a esa deliciosa pasta italiana, creo que deberías comerla o al menos probarla, antes de que te llegue la menopausia esperando a que ese niñato consentido se despabile.
¿Deliciosa pasta? ¿De dónde saca eso, mamá?
Solo le dije que creía que era italiano, nada más.
―¿Por qué le llamas así?
―Porque seguro no debe estar nada mal.
Mamá me hace resoplar; para mí, nadie está mejor que Arthur. Mi poca vista es solo para él.
―Marco Bello, ¿no te lo había dicho?
―No puedo creer que no reconozcas a la gente de tu propio personal ―me reprende de repente.
Ya habla como él. ¿Acaso se confabularon para recriminármelo? También susurra algo que no entiendo, y luego sale disparada hacia la habitación que utiliza cuando se queda en mi casa, que son muy raras veces. Su agenda siempre está ocupada; además, tiene un condominio exclusivo que heredó de Ray, con sus libros y amantes, si se puede decir así. Nunca he estado en desacuerdo con su vida privada o amorosa, de ahí que no quiera entrar en ese tema espinoso del libertinaje que ella pregona. Prefiero mantenerme casta.
Sin embargo, desde que enviudó y luego se separó, parece haberse quitado un enorme peso de encima, haciendo ahora lo que quiere, y solo en esa parte la envidio. La veo regresar trayendo un viejo álbum de recortes en su mano.
―¡Aquí está! ―festeja, airosa.
―¿A qué te refieres, Theresa? ―respondo intrigada.
―La foto. ¿Y qué es esa manera de llamar a tu adorada madre? ―me reprende.― En fin, observa la firma MB. ¿La ves? Tengo razón. Este es el chico más joven en ganar un primer premio en fotografía de nivel avanzado. Si no me falla la memoria, su abuelo fue un famoso fotógrafo italiano.
―¿Cómo sabes todo eso?
―¡Oh vamos, querida! Te encantaba mirarla cuando eras pequeña. ¿No me digas que lo olvidaste? Fue en nuestra última visita a Italia a mi amigo de esa época; ¿recuerdas a Gianni, el agente italiano?
Mamá dice tantas cosas que me aturde. De todos modos, eso fue hace siglos, y cómo no recordar a Gianni si estoy sentada precisamente en el mueble que él le regaló. No hacía más que derretirse por ella, o esa era mi mala impresión. Aunque insista, a ese Marco Bello no lo recuerdo de nada.
―¿No crees que tal vez sea una coincidencia? ―le respondo, indiferente a su suposición.
―¡Quizás! Pero no pierdes nada con intentar averiguarlo. Deberías usar la foto como pretexto para ser amigable y adularle un poco. Tal vez eso te ayude a ablandarle.
Mamá hablaba como si se tratara de un pedazo de carne que se va a cocinar. Así es ella, pensando que todo se resuelve de forma mágica.
―Tienes toda la razón. Eres un genio. Te adoro, y también te recuerdo que no quiero cocinarlo para comerlo.
―Deberías. Así aprendes por fin algo sobre cocina. ―Increíble, mamá hace que mi mandíbula caiga―. ¿Qué tal si te arreglas un poco? ¿Por qué no aprovechas algo del "clóset abandonado", como tú le llamas, para cambiar un poco tu apariencia? ―añade, hablando como si hubiera dicho algo de lo más casual.
Ella sabe que lo llamo así porque jamás uso nada de lo que hay allí guardado. Cualquier mujer me llamaría loca por no usar esas hermosas prendas, porque sí que lo son. Tal vez ella tiene razón y ya va siendo hora de que empiece a usarlas; sin embargo, no voy a discutir su punto de vista sobre mi apariencia. Soy feliz llevando mi propio estilo.
Todas las prendas de ese clóset son regalos de Arthur, traídos de sus viajes. A veces me pregunto por qué no soy capaz de usarlas, y aún no obtengo la respuesta.
―Te prometo que lo consideraré, aunque dudo mucho que algo me quede ―digo para defender mi punto.
―Lo dices porque piensas que lucirías mal. Crée-me, están hechos para ti. ¡Así que póntelos!
―Gracias por los ánimos, mamá.
Ella se acerca y acaricia mi mejilla en un gesto cariñoso.
―Ya debo irme ―anuncia, recogiendo su bolsa del sofá. Se pone en pie y, al llegar a la puerta, se gira al tomar el pomo―. ¿Nena, te envío el almuerzo? ―pregunta, iluminando mi rostro.
#170 en Otros
#80 en Humor
#552 en Novela romántica
romance, comedia y drama, comedia humor enredos aventuras romance
Editado: 12.06.2025