Un bello y encantador Señor problema✓

8. Haciendo tratos con el mensajero

Mi despertador hace su buena labor sacándome de la cama, tras una intensa lucha contra el deseo de dormir esos traicioneros cinco minutos adicionales. Tomo una ducha tibia sin demora y, una vez terminada y con la toalla enrollada al cuerpo, medito un momento frente al clóset sobre si debo hacer caso a las sugerencias de mi madre. No soy de arreglarme en exceso; prefiero un estilo simple. Ya sé que con eso no voy a dejar con la boca abierta a ningún hombre, pero lo cierto es que solo quiero conquistar a uno. A diferencia de lo que piensa mamá, Arthur nunca ha manifestado que le guste que vista de otra manera más llamativa o atrevida.

Sin embargo, admito que un toque de arreglo extra no me vendría mal; así que me maquillo un poco más de lo habitual, aplicándome rímel y lápiz labial en un tono de rosa más intenso que el que suelo usar. También cambio la coleta de siempre por un moño a medio lado algo flojo, que ato con un adorno en forma de rosa. Aunque me gustaría usar algo del clóset olvidado, lo descarto porque solo son vestidos que irían mejor para una fiesta. Así, decido ponerme una blusa con encaje en la parte superior y un pantalón, para variar mis típicas faldas largas, que mamá dice que son de “vieja”.

Al terminar y después de mirarme al espejo, decido que estoy lista para lo que me espera. Agarro una chaqueta de mezclilla y mi bolso que perece estar en el mismo lugar donde lo dejé el día anterior, cuando llegué del trabajo. Un hecho que aún está borroso en mi memoria. Pido un taxi porque mi camioneta no está en el garaje, lo que indica que probablemente la llevé al taller. Pensándolo bien, no lo recuerdo, pero es algo que siempre hago, ya que el vehículo es algo viejo y necesita constante revisión.

Ya llamaré al taller más tarde para averiguar cuándo la tendré de vuelta. Sin más dilaciones, pido un taxi a mi servicio habitual y me dirijo a la agencia. Llego bastante temprano, pero no me preocupo, ya que es mi costumbre anticiparme a los demás. Me dirijo rápido a mi oficina para ordenar un poco mi escritorio, que está cubierto por una montaña de papeles, y mientras lo hago me familiarizo de nuevo con mi trabajo, pido el desayuno en Lolo’s Café.

La oficina que tengo para mí es bastante espaciosa. Las paredes están pintadas de amarillo terracota, lo que le da un toque vívido y luminoso. Tengo un archivador, un par de cuadros colgados que me regaló mi madre, y sobre el escritorio un retrato en el que estamos mamá, Erick y yo, además de un pisapapeles en forma de mariposa que no uso por miedo a dañarlo, ya que Arthur me lo trajo de regalo de uno de sus viajes, y el resto son muchos papeles. Al lado del archivador está la puerta de acceso a un salón de juntas personal, y detrás de mi cómoda silla reclinable hay un ventanal que da al bullicio de la calle. Esta solía ser la oficina de la madre de Arthur, de ahí su tamaño y la sala de reuniones. Y fue el mismo Arthur quien me la asignó cuando comencé a trabajar con él.

Mientras espero mi café y los panecillos, reviso todos los documentos que, en mi ausencia, Agnes había dejado sobre mi escritorio. Observo la montaña de papeles y es la primera vez que me doy cuenta de que son demasiados. Pero eso es parte de mi trabajo: el tratamiento y la corrección de textos. Son muchas las funciones de un editor, y aunque mi puesto parece tener peso, Arthur no me delega muchas responsabilidades. Para mi desgracia, eso solo refuerza las palabras de mamá, en las que dice que solo soy una máquina más de escribir en esta agencia.

La realidad es que no soy quien realiza los trabajos importantes para él; esa es Dafne, su secretaria, quien lleva la mayor parte de estas tareas. En parte, esa es la razón por la cual, me esfuerzo al máximo para no defraudarle con este asunto porque es la primera vez que tengo algo más importante que hacer. También quiero que note que puedo hacer más que este simple trabajo. En el fondo, sueño con poder ser tan útil como lo es mamá.

Con ese pensamiento en mente, traslado los papeles a la sala de juntas privada. También llevo mi desayuno, que llega a tiempo, y me pongo a trabajar. Mientras estoy allí, no recibo ninguna comunicación de Arthur, así que asumo que lo hará a la hora acostumbrada de la tarde. Lo de ayer había sido extraordinario, y solo por lo que me sucedió; desde hoy, todo parece volver a la rutina habitual.

Durante mi pausa en la revisión de documentos, llamo a Agnes para saber si ya había llegado el señor Bello. Ella me contesta que él había marcado su entrada temprano en la mañana y que debía presentarse en cualquier momento en mi oficina, pero eso no sucedió. Esto me impacienta y me enoja, porque ya casi es mediodía y el hombre ni siquiera se ha dignado a aparecer. Llamo a su teléfono, pero, como la vez anterior, no contesta. Al comunicarme con Agnes de nuevo, me dice que recogió la correspondencia, y que estaría de regreso para la hora del almuerzo. Me pregunto si ese es su modo infantil de vengarse de mí, y si es así, tendré que ser más astuta; por lo que decido atraparlo por mí misma, porque hoy tendré compañía para almorzar.

Hago el pedido para dos en el restaurante japonés, recomendado por Arthur, y después bajo a la recepción donde él debería hacer su entrega. Trato de mantenerme calmada mientras espero al susodicho, que efectivamente aparece. Antes de que se escabulla, me levanto del sofá individual donde estaba sentada y me acerco, aunque no parece estar haciendo entregas, sino averiguaciones.

—Buen día, señor Bello —saludo a su espalda, lo más cortés que puedo.

Él se vuelve hacia mí con esa expresión de sorpresa, como si mirara a un bicho raro. Pongo los ojos en blanco y hago caso omiso de su gesto.




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