Un bello y encantador Señor problema

12. El tan ansiado día

Por una parte, deseaba que este día llegue para salir rápidamente del asunto, pero por otro, la verdad es que no. Después de reflexionar estos dos días, siento como si me estuviera encaminando directo a un abismo yo sola. Medito sobre la posibilidad de arrepentirme y dejar todo en manos de Arthur, como él me lo sugirió. Es cierto que soy dedicada hasta el exceso a mi trabajo, por mínimo que sea, pero quizás esta vez me estoy precipitando demasiado con un asunto que al final tal vez no pueda manejar.

Reviso el sobre que dejó para mí el viernes, con el rótulo de urgente, y de nuevo siento ganas de matarlo. Ahora no por lo que sucedió ese día, sino por la sorpresa que encontré dentro: una larga tirilla de compra. El hombre tuvo el descaro de vaciar en un santiamén mi tarjeta de crédito destinada a los almuerzos y quiso resarcirse con un pase dorado para ese dichoso parque.

«¡Maldito, maldito!», repito, como lo he estado haciendo desde que el sobre llegó a mis manos.

Sacudo la cabeza. Lo cierto es que, a pesar de mis consideraciones sobre el asunto, no creo que pueda dar marcha atrás. Así que, sin más remedio, me concentro en mi objetivo de hoy. Porque una vez que lo consiga, me olvidaré de que conocí a un tal Bello, italiano guapo y atractivo —cosa que no se le puede negar— para siempre. Sin embargo, a pesar de mis resoluciones, estoy bastante nerviosa por lo que pueda suceder. Pienso en los miles de obstáculos que podrá poner y lo único que auguro es que me hará perder la poca paciencia que tengo.

Lo primero que hago para empezar el domingo como se debe, luego de dormir muy poco por la ansiedad, es tomar una ducha de pies a cabeza. Quizás así logre eliminar de mi mente los malos pensamientos que tengo respecto a este asunto. Sobre todo, la culpa por apresurarme; ahora solo espero que todo salga bien.

Después de vestirme y prepararme, miro la hora en mi reloj. Peggy dijo que pasaría a recogerme y no hubo poder humano que la hiciera cambiar de opinión. Al terminar de arreglarme con un pantalón y una camiseta, decido que no llevaré lentes. Si el parque es como dijo Erick, es probable que se me quiebren, así que opto por las lentillas. No son mis favoritas, pero al menos no se me caerán.

En mi camino hacia la cocina, miro la habitación de Erick y está cerrada. Paso de largo porque seguro no me abrirá y no lo culpo. Ayer mamá nos llevó a citas médicas como si aún fuéramos críos, pero ¿quién le lleva la contraria? El pobre debe estar traumatizado por su visita al psicólogo. Mientras pongo la cafetera a andar y caliento un sándwich de los que él deja preparados para los domingos de ocio, aguardo el aviso de Peg.

«Ya casi es hora de mi martirio con ese hombre», me digo cuando la cafetera termina de filtrar. Me sirvo un poco en mi taza especial, mirándola con recelo, porque era la que tenía en su mano. Mi teléfono vibra y lo tomo de inmediato. Es un mensaje de Peggy anunciando que ya está a pocos kilómetros de mi casa. Por lo visto, tampoco ha olvidado mi dirección. Miro por si hay más mensajes, tal vez de Arthur, porque ayer, debido a la idea de mamá, no tuve ánimo para contestarle. Solo espero que no se enoje conmigo, y la verdad es que hoy tampoco quiero hablar con él. No cuando estoy en este momento de alta tensión por lo que me sobrevendrá. Así que le escribo de vuelta a Peggy:

"Estaré lista para cuando llegues".

Luego de enviarle el mensaje, devoro mi sándwich y bebo a sorbos mi café. Apenas termino, me aseo un poco, recojo mi bolso de domingo, en el cual meto los papeles que necesito que firme y el pase del parque. Lo examino de nuevo mientras me dirijo a la puerta, y no me había percatado de que era un pase familiar. Al reverso tiene escrito un mensaje que intuyo que es de su puño y letra:

"Preséntalo en la entrada, te dará acceso rápido. Puedes invitar a más gente por si te apetece no ir sola.

MB".

¡Vaya!, qué buen gesto de su parte; y además es adivino. Abro la puerta y me digo que es hora de salir porque Peggy no demora en llegar, pero hacerlo ahora me está costando un pulmón. Mi tranquilidad se va volando y me invade la ansiedad. En parte, me siento como una ingrata; si no hubiese sido por esto, jamás le habría llamado.

Han pasado cinco largos años sin ver a Peggy, y me pregunto cómo lucirá. Cuando la conocí, estaba bastante gordita. Mi madre la ayudó y, tras mucho esfuerzo, logró convertirla en una princesita. No como Dafne, mucho más sencilla y bonita. Recordar esos tiempos hace que me aflore una sonrisa espontánea, hasta que soy sorprendida por una camioneta tipo minivan familiar que se estaciona frente a mí. Peggy es la primera en bajar y acercarse. Mi boca y mis ojos se abren espantados, pero evito demostrar demasiado mi impresión cuando se acerca.

¿Quién diablos era esa?

—¿¡Maggie!? —chilla con gran entusiasmo, haciendo lo que no hice yo con mis manos.

Y mientras yo estoy tiesa mirándola, ella se lanza a abrazarme con efusividad. Estoy estupefacta, y mi yo bueno interior tiene ganas de llorar. ¡Oh, mi Peggy!, ¿qué te pasó?, ¿qué te hiciste? ¿En qué momento volviste a ser Piggy? Ella se aleja de mí con vergüenza y se disculpa.

—Lo siento, es la emoción de volver a verte después de tanto tiempo.

—No... te preocupes, está todo bien —digo forzándome a sonreír.

—Ya sé que estás sorprendida con mi apariencia —habla, dando en el clavo de mis pensamientos—, pero nunca había estado tan feliz conmigo misma.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.