Me encuentro sumergida en una intensa penumbra que no logro disipar, como si quisiera abrazarme por siempre. Mis tobillos duelen, recordando un enorme tirón que me hizo rebotar como una bola de ping-pong sin fin. No sé si estoy viva o muerta, pero trato de abrir los ojos, que se sienten pesados.
Sacudo mis manos con fuerza, como si intentara quitarme ese velo oscuro que me rodea. En medio de esa lucha, escucho una voz en la lejanía, de origen incierto. Suave y profunda, me llama con anhelo y desesperación al mismo tiempo, pronunciando mi nombre una y otra vez, como un susurro en mi oído.
―¡Maggie, abre los ojos, por favor! ―exclama ahora con fuerza la voz, y yo salgo del letargo.
No puedo ver bien, el rostro es borroso, pero aun así logro atisbar quién es.
―¿Peggy? ―pronuncio atolondrada.
―¡Oh, gracias al cielo! Maggie, estás viva ―proclama abrazándome.
Siento la calidez y añoranza de sus brazos, tan familiares y nostálgicos. Sin embargo, en ese mismo instante, tomo conciencia de dónde estoy. Es cierto que ella ha vuelto a ganar peso, pero también que no estoy muerta y que no puedo ver bien porque mis lentillas desaparecieron con la caída.
Olvidé guardar mis lentes, pero fue porque no creí que los necesitaría. Todo a mi alrededor está borroso, pero puedo atisbar con lo poco que me queda de visión que estamos en medio de una plataforma, donde tengo la desagradable sensación de que todas las miradas se dirigen hacia nosotras. ¡Ay, no! Debo parecer todo un espectáculo, porque como si todos hubieran estado esperando una orden, empiezan a escucharse silbidos y aplausos.
¿Será porque no morí o tal vez...? Recordando los segundos antes de saltar... Seguro se preguntan cómo alguien como yo prefirió aventarse al vacío que ser besada por un "dios bajado del Olimpo". ¡Pamplinas!
Peggy me ayuda a incorporarme y me ofrece una goma de pelo para recoger mi cabello enmarañado. Cuando estoy en pie y después de sacudir el polvo de mi trasero, estallo en un júbilo interno al darme cuenta de que, por fin, estoy pisando tierra. Peggy bate sus manos y atisbo que en las gradas están los niños y Edward. Y cómo no, si gritan a voz en cuello.
Me tambaleo un poco.
―Tranquila, Maggie, espera a que te quiten todos esos aparatos ―dice Peggy. Luego saca una botella y me la ofrece―. Toma, bebe un poco. Apenas te vi caer, corrí a socorrerte. La verdad es que eres muy valiente, Maggie.
¿Valiente o estúpida?
Agarro la botella, que se siente helada, y al beber un sorbo me doy cuenta de que es de fresa. Aún lo recuerda, el sabor de mi bebida favorita. Termino de bebérmela toda porque estoy sedienta, mientras sollozo por dentro. Me pregunto cuánto tiempo he estado allí tirada, y es entonces cuando me percato de que Masera no está, pero no puedo encontrarlo; primero, porque me es difícil tratar de enfocar a todos y segundo, porque por fin vienen a quitarme toda la indumentaria que tengo encima.
Después de despojarme de todo ese peso, me siento liviana y es justo en ese momento que diviso a Masera que se acerca a toda prisa en mi dirección.
―¿Te encuentras bien? ―pregunta, sosteniéndome, porque parece que he perdido el equilibrio.
Trato de no sorprenderme con su atención.
―Sí, claro... eso creo... ―respondo dudosa.
―Yo no lo creo ―protesta Peggy.
Arrugo la cara; lo cierto es que quiero salir rápido de aquí. Él entrega a Peggy su maletín y se acerca a mí.
―Levanta los brazos ―dice autoritariamente.
―¿Para qué? Dije que estoy bien ―replico.
―No lo creo, y es una orden ―me regaña.
Este tipo tan mandón me hace refunfuñar por dentro. ¿Acaso se le olvida que estoy así por su culpa, o tal vez está enojado porque le rechacé allá arriba? Exhalo hondo; la verdad es que preferiría discutir, pero me siento fatal. Hago un gran esfuerzo y obedezco, y en el preciso momento en que alzo mis brazos, él me carga, llevándome como un príncipe a una princesa. Creo que con ese gesto mi rostro pasa de blanco pálido a rosa puro, de la vergüenza.
―¿Te duele algo? ―vuelve a preguntar mientras me lleva a cuestas.
―¡No!... Si, solo mis tobillos... un poco ―respondo, sintiéndome tonta.
―¿Sientes náuseas? ¿Tienes arcadas?
―¡No! ¿Qué clase de interrogatorio es este?
Pataleo mientras me lleva cargada frente a todo ese público. A Dios gracias, no frecuento estos lugares, y no hay nadie conocido, excepto Peggy y familia. Repito en mi mente como un mantra: "Nadie me ve".
―Solo me aseguro de que estés en perfectas condiciones ―dice él, percibiendo mi incomodidad.
―¿No cree que debió hacer eso antes de hacerme saltar? Y dele gracias a que no sufro del corazón ―protesto exaltada.
Él se ríe divertido y yo tengo ganas de estrangularlo. Llegamos a una casetilla de madera con terraza y buen aspecto, alejada del sol. Allí me baja, haciendo que me siente en una banca.
―Yo no te hice saltar; tú preferiste hacerlo ―argumenta sentándose a mi lado, provocando un rubor en mí.
#177 en Otros
#83 en Humor
#545 en Novela romántica
romance, comedia y drama, comedia humor enredos aventuras romance
Editado: 12.06.2025