Un bello y encantador Señor problema

30. Un clavo no saca otro clavo

¿Quién en el mundo habría creído que sería rescatada de mi desdicha precisamente por él? La persona que menos hubiera pensado, además de quien casi me arrolla. En efecto, él había dado marcha atrás a su camioneta, y, a diferencia de lo que esperaba, que me alejara lo más posible de este tortuoso lugar, sucede todo lo contrario. Supongo que las casualidades no existen, y admito que estoy más que agradecida por su buena fe; sin embargo, no imaginé que seguiríamos en el mismo sitio.

En teoría, lo estamos porque se detuvo frente a uno de los lujosos bungalows, perteneciente al área de residencias turísticas y temporales del Club Palmaria, en su zona de descanso privada. Habría deseado estar todavía más lejos, aunque acepto que nunca he estado en ninguna.

―Llegamos ―avisa Masera.

Me acurruco con su chaqueta y, de paso, me hundo aún más en el cómodo asiento.

―Esto es una broma, ¿cierto? ―exhalo cansada.

―Lamentablemente, no lo es ―responde, serio.

―Tal vez debí correr en otra dirección. ¡No puede cambiar de rumbo! ―me quejo.

―Acabo de llegar, y planeo quedarme aquí.

Quito el seguro de la puerta y me dispongo a abrirla para huir por mi cuenta, pero él se adelanta y la cierra, evitando que lo haga. Después, me mira impaciente.

―¿A dónde cree que va?

―Le pedí que me sacara de aquí, no que me dejara en el mismo lugar. Hay mucha diferencia entre esas dos peticiones ―vuelvo a quejarme.

―Técnicamente, tiene razón; así que piénselo bien porque hay mucha gente ahí afuera con la que no querrá encontrarse, y menos que la vean en esas circunstancias ―arguye.

―Debo estar loca por dejarme socorrer por usted, pero ahora mismo no tengo a quién más recurrir ―expongo. Sin embargo, me sorprendo cuando vuelve a poner en marcha la camioneta―. ¿Vamos a salir de aquí? ―pregunto esperanzada.

―No, vamos a entrar al garaje privado; así nadie la verá cuando entre. En vez de quejarse, debería descansar por lo que queda de la noche, y mañana prometo que la llevo a casa ―dice, cambiando su postura y usando un tono comprensivo.

―Pensé que se estaba riendo de mí. En este momento no soy más que un mal chiste.

―¿Y por qué haría eso? Tal vez debería intentar hacer el curso Masera ―responde irascible.

―¡Curso! ¿De qué habla?

―¡Olvídalo! ―gruñe.

Marco hace un rodeo hasta colocarse frente a la entrada del garaje como indicó. Pasa una tarjeta dorada por un sensor, que, al reconocerla, abre de inmediato un portón. No lo sé, pero, por alguna extraña razón que desconozco, no me siento asustada de quedarme en un sitio así con él; al contrario, me siento... confiada.

Sí, confiada, a pesar de lo que pueda imaginarse Arthur que pasa entre él y yo. Debe ser porque este hombre sigue siendo toda una caja de sorpresas para mí. No obstante, debo aceptar que tiene razón; así que, al igual que Arthur, todavía me debe una gran explicación. Ya buscaría el momento en que me la dé; por lo que ahora no voy a rechazar su buena voluntad. Además, lo último que quiero es pensar porque creo que me volveré loca.

Una vez dentro y resguardados de todo lo que hay afuera, incluso del ruido, porque esta parte es silenciosa, apaga el motor y se baja. Enseguida se dirige hasta mi lado y abre la puerta, extendiéndome su mano para que me apoye. La rechazo y decido bajar sola, sacándole un gesto cargado de impaciencia. Me alzo de hombros.

―Yo puedo sola ―digo, tratando de apoyarme lo menos posible en mi tobillo.

―Como desee ―gruñe, empezando a caminar.

Le sigo por un solitario y estrecho pasillo hasta llegar a la puerta de entrada de la cabaña. Coloca de nuevo su tarjeta en el dispositivo y esta se abre. Después me hace un gesto con su mano para que entre. Suspiro profundo antes de hacerlo. Dentro, todo está a oscuras, como si fuese la cueva de un lobo.

Escucho el sonido de palmas que hace con sus manos y todo se ilumina, dejándome impresionada con el lujo y la comodidad del interior. Pacífico y acogedor.

―Adelante, acomódese mientras enciendo la calefacción ―indica.

Él se retira a hacer lo que dice y, por alguna razón, me da la impresión de que no es la primera vez que viene a un lugar como este. Sin embargo, no me hago de rogar y me dirijo al primer sofá que diviso, tapizado de blanco. Me detengo antes de sentarme al notar mi horrible aspecto. Estoy tan sucia que temo arruinarlo. Y no son cargos de conciencia por aquello de que no limpio.

―No se contenga y siéntase cómoda; debo revisarle el pie ―ordena al regresar a la sala―. ¿Le apetece algo de tomar? ―pregunta señalando el minibar mientras descarga sus cosas en otro de los sofás contiguo al que yo decido sentarme.

―¡Alcohol! Mucho alcohol ―suelto con desesperación.

―Pienso que un poco de agua le sentará mejor; además, no creo que eso sea una buena idea en su crítico estado. No con su baja tolerancia a la bebida ―dice acercándose.

Después de que se sienta, agarra mi pie de forma repentina para examinarlo.

―¡¿Qué hace?! ¿Y usted cómo sabe eso? ¿Acaso leyó mi currículo? ―exclamo, haciendo un chiste inútil.




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