Un bello y encantador Señor problema✓

31. Despertando de un sueño roto 1

Mi cabeza da vueltas y me duele mucho. Aún llevo puestas mis lentillas y mis ojos arden. Trato de enfocarme bien para saber dónde estoy. Mi vestido se desliza de mis hombros, dejándolos al descubierto cuando me incorporo. Palpo la parte de atrás y, ¿el cierre está destrozado? ¿Qué fue lo que pasó? Mi cabeza palpita con esas interrogantes. Agarro la sábana y me envuelvo con ella justo cuando se abre la puerta. Me encuentro en una habitación que no es para nada la mía.

De repente, la puerta se abre y un susto de muerte me recorre el cuerpo, además de que mi aliento huele a puro alcohol. ¿Qué diantres hice esta vez? Me taladro la cabeza intentando recordar cuando Masera entra por ella.

—¡Creí que había muerto luego de beberse mi vino! —exclama Masera, muy feliz, trayendo consigo dos tazas de café.

Me extiende una, mientras yo lo miro espantada, supongo que debo parecer un espantapájaros.

¿Y por qué ríe? ¿Qué hay de gracioso en esta horrible situación?

Entonces, los recuerdos de una terrible noche llegan de golpe a mi mente y tengo ganas de llorar, pensando que después de lo que me hizo Arthur, me he vuelto tan loca que decidí beber y terminé arrancándome la ropa.

¿Acaso hice un ridículo espectáculo?

Aunque no tengo claro qué ocurrió después, por alguna extraña razón me quedo mirando sus labios.

¡Qué diantres!

—¿Qué le pasó a mi vestido? —pregunto, sacudiéndome con fuerza para disimular mi bochorno.

—Dijo que se estaba asfixiando y terminó rompiéndolo para poder respirar —responde, haciendo que abra mis ojos.

—¿Y… así... no más? —pregunto, trémula.

Él debe adivinar mi objeción porque su cara es un poema. Aunque lo que realmente espero saber es si ocurrió algo más.

—¡Oh vamos, Sawyer! No empiece de nuevo, por favor. ¿Me creerá si le digo que no pasó nada de nada? —repone, sarcástico y regañón.

Me enfurruño ante su reacción, pero, muy a mi pesar, le creo. Me alivia saber eso y asiento. Él vuelve a ofrecerme la taza con mirada reticente. La recibo y bebo un gran sorbo de mi bebida malsana favorita.

—¿Tiene algo para el dolor?

—Es obvio que debe dolerle la cabeza, después de ver esa forma tan alocada de querer beber hasta morirse —se mofa de mi situación, al tiempo que me extiende un par de píldoras para el dolor.

—Deje de burlarse de mí —rezongo.

No recuerdo haber hecho eso, pero la evidencia no miente. Al final, sí terminé volviéndome loca. Esto es lo peor.

—¿Me cree cuando le digo que no lo hago?

Niego y bebo otro sorbo de café mientras él me sigue mirando con diversión.

—Si lo prefiere, tome un baño y después de eso la llevo a su casa —sugiere despreocupado.

—No. Creo que mejor me voy ahora. ¿Qué hora es?

Él mira su reloj y yo espero impaciente. Lo único que quiero es irme a casa.

—Once treinta.

—¡En serio! ¿Tanto he dormido?

—¿Qué quiere que le diga? Otra vez fue imposible despertarla.

—¡Cielos! Debo irme ya a casa —continúo y termino de empujarme el resto del café.

Sin embargo, al levantarme de la cama, me lo pienso mejor porque mi ropa está hecha un desastre. Él parece captar mi intento y me extiende su chaqueta, y yo le devuelvo la taza vacía, haciendo una especie de intercambio.

—Gracias —digo, colocándomela en el acto—. Siento lo de su vino, se lo pagaré —me disculpo finalmente.

—Déjelo, no es tan grave.

—Voy a pagárselo —le objeto.

—Bien, no lo discutiré de momento. La espero afuera —anuncia y enseguida sale de la habitación.

Me pregunto por qué, en medio de mi tragedia, él parece estar divirtiéndose a costa mía. Tal vez no lo hace a propósito, y quizás es solo para no hacérmelo más difícil. Aprovecho para levantarme e ir al baño, y lo primero que hago es mirarme en el espejo. Casi muero de la impresión. Creo que con mi deplorable aspecto voy camino a la indigencia.

¡Dios santo!

No sé si le di algún motivo, pero tengo suficientes razones para que me rechazara. No me detengo más en pensamientos vanos y lavo mi cara. Después, recojo mi pelo con la peineta que tengo enredada, acariciando cada piedra con mucha tristeza. Cuando estoy medio decente, me tomo las dos píldoras para calmar el dolor palpitante.

Por el momento, decido que es mejor no pensar ni recordar nada de lo que pasó, porque, si bien no sé qué tipo de locuras hice borracha, sí recuerdo lo que ocurrió en ese salón con tal claridad que me duele el pecho. Agarro mi cartera y salgo. Masera ya me espera junto a su camioneta en el garaje privado. Apenas me ve, sube a su Subaru y abre la puerta para mí. Una vez que me acomodo, enciende el motor.

—Siento haberle arruinado su noche, Masera —digo.

—No tiene que disculparse, pues a mí no me ha arruinado nada.

—Es verdad, la que está arruinada soy yo —digo, haciéndole suspirar con fuerza.




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