Un bello y encantador Señor problema✓

34. Hora de renunciar

Una vez estuvimos frente al imponente edificio EMC Building, donde se encuentra la agencia. Mi ánimo empieza a flaquear; tanto que no quiero entrar sola. Ya me imagino los chismes que deben andar rondando por allí y lo que dirán a mis espaldas cuando me vean entrar. Solo de recordar la publicación de Reina Vanidades, que seguramente debe estar en boca de todos, me entra un temblor en el cuerpo.

Siento una suave presión en mi hombro que me hace calmarme y me vuelvo para ver a Peggy. Ella me sonríe y me toma de la mano.

―Vamos, no te acobardes ahora. Acabemos con esto de una buena vez ―me anima.

Asiento, sin importar si estoy o no convencida de ello. Bajamos de la minivan y, mientras Ed y los niños aguardan por nosotros, ella y yo nos dirigimos a la entrada. Paso mi tarjeta y esta es leída sin problemas. Entramos, y Lilley, la chica de recepción me mira con una sonrisa algo apenada (lo sabía). Peggy la saluda con una mirada asesina y, al saludarla de mano, le hace pistola con el dedo medio, dejándola tiesa y volviendo a concentrarse en lo suyo, espantada.

Nos dirigimos al ascensor y, una vez dentro, marcamos el noveno piso y comenzamos a subir. Pero mientras el ascensor asciende, mi coraje se va quedando en el primer piso. Una vez que se detiene, Peggy me obliga a salir. Saca un sobre de su bolso y me lo entrega, dirigiéndonos hasta el puesto de Agnes.

―Hola, Agnes ―le saludo, reuniendo todo mi valor y poniendo mi mejor cara.

―¡Señorita Maggie! Creí que hoy no vendría a trabajar ―contesta Agnes, algo apenada.

―Ni vendrá nunca más. ¿Dónde está tu jefe? ―interviene Peggy, lapidaria, espantando también a Agnes.

―El señor Eindhearth no ha venido aún. ¿Desea dejarle algún recado? ―informa Agnes.

―No. Es solo que me tomaré unas largas vacaciones ―digo, adelantándome a Peggy, que se muere por reprocharle.

―Largas no, eternas ―recalca Peggy―. ¿Y cuánto crees que se demorará tu jefe en regresar? ―sigue preguntando.

―Lo que tenga que demorarse, y no creo que eso sea de su incumbencia, señora.

Entonces, quien nos interrumpe es Dafne, que sale de... mi oficina.

«Ex-oficina», me recuerda mi inconsciencia.

―¿Qué haces allí? ―pregunto, algo tonta.

Como si no lo supiera. Dafne me mira ofendida, hasta parece exaltada.

―¡Qué! ¿Se te hace extraño que esté en tu ex-oficina? Qué mal; porque ese siempre ha sido mi lugar, no el tuyo ―me reprocha.

―¿Qué dices?

―¡Ay por Dios! No te hagas la mosca muerta, no después de lo de la exitosa publicación con la que te pusieron en tu sitio. Por fin Arthur se ha quitado la venda y ha tomado medidas extremas y muy necesarias, empezando por darte el lugar que te mereces, y no te preocupes que tus cosas están en el que siempre debió ser tu glamoroso espacio de trabajo: el cuarto de archivo. Así que recógelas allí, porque el cargo de editora te queda bastante grande ―responde con exagerado sarcasmo.

Noto que Peggy se está impacientando con Dafne, así que le hago señas para que me deje resolver esto a mi manera. Es mi lío, y sé de sobra que nunca estuve dentro de los afectos de Ricitos de Oro, ni ella en los míos. En su defecto.

―¡Tienes razón! ―hablo con firmeza―; y aunque no me lo creas, me alegra que las cosas ahora sí estén en su lugar. Siento haberte robado tu oficina estos inútiles tres años...

―¡Maggie!

La voz sorpresiva de Arthur resuena en los oídos de todas. Me estremezco un poco al escucharla. Nos giramos hacia él, quien lleva lentes oscuros con los que trata de disimular un moretón; es obvio, por el buen golpe que le dio Masera. Por lo que no se los quita cuando se acerca.

Peggy toma la delantera y, arrancando el sobre de mi mano, se lo extiende sin demora.

―Aquí tienes ―le dice, empujándola contra su pecho.

―¿Qué es esto? ―pregunta él, examinándolo, pareciendo confuso.

―Es la carta de renuncia irrevocable de Maggie ―le informa Peggy.

Enseguida me mira con una risa torcida en los labios.

―Así que vas a salir corriendo. ¿Eso quieres?

―No. Va a hacer lo que le dé la gana. Es todo ―suelta Peggy, bastante sarcástica.

―Tú no te metas. Esto no te concierne.

Arthur me toma por el brazo para conducirme hasta su oficina, y yo me zafo de su agarre por instinto.

―Peggy tiene razón ―digo―. No tiene sentido seguir haciendo un trabajo inútil. Dafne siempre lo ha hecho mejor que yo, ¿verdad?

―Y así es, Maggie está preparada para hacer mejores cosas ―añade Peggy.

―Vaya, vaya, por lo menos antes parecías querer rogar porque te escuchara, y hoy pareces otra. Qué poco te duró la dignidad. No haces más que corroborar lo que pienso de ti ―dice, con el mismo tono de hielo con que me había hablado en la noche trágica―. Aún guardaba la esperanza de que fueras diferente y hasta pensaba darte una segunda oportunidad, no echándote de mi agencia ―añade, como si se sintiera defraudado.

¿Y yo qué, Arthur?




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