Un bello y encantador Señor problema✓

35. Una celebración peculiar

Con la forma de conducir de Masera, en un abrir y cerrar de ojos estaremos frente al portón de la casona de su abuela. Sin embargo, le obligo a detenerse cerca, a solo tres cuadras del edificio de la agencia.

—¿Sucede algo? —pregunta él, retirándose los lentes. Aparte de un moratón en el ojo opuesto al que tenía Arthur, su mirada expresa total confusión.

—¿Qué le pasó en el ojo?

—Nada importante. Tropecé con la puerta, ¿puede responderme? —espeta, evitando mi pregunta.

—Usted realmente quiere matarme, ¿cierto?

—Tal vez tenga algo de razón; sin embargo, es muy contrario a lo que piensa.

—¿A qué se refiere?

Ahora soy yo quien lo mira confundida.

—¡Olvídelo! ¿Y ahora qué bicho le picó?

Me bajo y camino, mientras él me sigue el paso con la mirada. Me acomodo la falda que he tenido que recoger para sentarme en su moto y no parecer una bandera ambulante durante el recorrido.

—¿Cómo supo que estaría allí? —pregunto, afirmando la montura de mis lentes.

—Intuición —responde alzándose de hombros—. Y a propósito, ese estilo le va muy bien —dice, bajándose también.

Le miro ceñuda.

—¡No se burle, Masera!

—¡Oh, vamos! No se enoje. Es solo que parece ser más de su estilo, y le queda bien, créame. E 'il tuo stile; así que tómelo como un buen cumplido.

Su fantástica respuesta no responde a mi pregunta. De igual modo, intuyo que la mano de Peggy está allí metida, y seguro no va a echarle al agua porque me imagino las tiernas rogativas de mi amiga para que no la delatara. Decido dejar pasar su omisión.

—Creo que me quedaré aquí. Acepté venir porque quería huir de Arthur, y nada más —repongo.

Diviso el borde del muro que rodea una especie de minijardín y me siento allí, soltándome el casco.

—Y qué va a hacer aquí, si puedo saberlo —dice acercándose.

—Tal vez grite mis frustraciones como loca —respondo con un encogimiento de hombros.

—Supongo, pero le aconsejo que lo haga bien alto; quizás Dios la escuche, si ese es su objetivo.

—Jajá. Muy gracioso, ¿no?

—No, solo le doy sugerencias razonables —comenta haciendo una mueca con su boca.

—¡Bien! Búrlese todo lo que quiera de mí. Total, no tengo ánimos para pelear.

—A diferencia de lo que piensa, creo que fue muy valiente al decir esas palabras. Y espero que sea cierto eso de que va a ser la jefa de su propia vida.

Mis ojos se abren como platos, tanto que se me descolocan los lentes. En realidad, parece que él tomó atenta nota de mi insulsa declaración. Aunque siempre lo hace para devolvérmela, esta vez suena como si lo dijera en serio.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque es lo que veo y admito que me gusta —dice con una serenidad que me deja atontada, quedándome sin palabras. Mientras mi mente se hace un lío meditando en cómo habla de gustos con tanta facilidad, él vuelve a acomodarse en su moto, rodándola hasta donde estoy—. Por qué no subes de una maldita vez. Le aseguro que tendrá mucho en qué entretenerse con la Nonna, tanto que ni se acordará de su mal momento. ¿Qué le parece? —añade, mostrándose muy socarrón.

—Vale —digo tratando de disimular una risa.

De hecho, el trayecto que resta para llegar a la casa de su Nonna es corto, y aunque estoy aprendiendo a disfrutar de esta adrenalina, no dejo de tener recelos con este tipo de transportes. Cuando llegamos, el portón de la casona está abierto y, como si lo olieran, los perros salen a saludarle, seguidos de un séquito de niños y más perros.

Me abrazo a la espalda de Masera como una lapa, y él solo se ríe meneando la cabeza con una expresión de: “se lo dije”. Los niños le llaman Marco como en un coro y, en sus rostros, hay tanta felicidad que me da envidia. Eso me trae recuerdos de las veces que reí así, y era con mi padre cuando me llevaba al parque a jugar o a aprender a montar la bici. Medito en que tal vez Masera sí tiene razón.

A regañadientes, me hace desprenderme de él y tengo que hacerlo cuando una niña de sonrisa mueca se acerca a mí, agarra mi mano y me arrastra llevándome de su manita hasta donde está la anciana.

—¡Margarita! —exclama al verme, toda risueña—. Llegas a tiempo —añade acercándose.

Lo cierto es que, desde ese momento, no me deja decir nada, porque después de saludarme a la europea, deshace el agarre de la niña tomándola de la mano, y en la otra, la mía, llevándonos con ella. Miro de reojo a Masera, ceñuda, porque no para de reírse socarrón. No obstante, cuando dimensiono que eso de huérfanos y ancianos es cierto en su máxima expresión, me quedo atónita.

Sin embargo, tengo que admitir que hay más alegría en esa casa y muchas buenas energías que en mi propia vida. La casona se ha convertido en un patio para celebrar una kermés. Dentro, no solo hay niños corriendo de aquí para allá, sino que la cocina está llena de adultos mayores con delantales puestos, que ríen tanto que contagian. Uno de ellos me hace señas para que vaya a ayudarle con una bandeja.




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