En mi cabeza aún perdura la imagen de una mujer devota y recatada, con gorrito y vestido blanco; sin embargo, ella parece todo lo contrario. Una chica alta y joven, con cabello rojizo y ondulado hasta los hombros, piel blanca y un rostro agraciado y pecoso. Su aspecto evoca más a una modelo de catálogo de revista vestida de enfermera, que a una en particular. Mientras mi falda llega más abajo de las rodillas, la suya es casi diminuta.
No estoy exagerando; creo que si se agachara daría todo un espectáculo. Observándola, capto las insinuaciones de la anciana sobre las "bandidas". Lo que me hace pensar que cada vez que menciona lo bien que se me ven las mías, a lo mejor es puro sarcasmo, porque está acostumbrada a otro tipo de medidas más reducidas.
―¡Hola! Soy Elisse ―me saluda la chica, extendiéndome su mano con una gran sonrisa―. ¿Y tú?
Me deja anonadada.
―Ma... Marguerithe ―balbuceo.
―¡Qué linda! ¿Eres la nueva?
Eso me despierta.
―Eh... sí, ¿Acaso ya ha habido otras? ―pregunto con cautela.
―Ya lo creo ―responde sin perder su animosidad. De inmediato se adentra, dejando el saco que lleva en su brazo en el armario de la entrada―. Nonna es bastante temeraria. Y me temo que a la mayoría las ha sacado corriendo; para Marco esto es un dolor de cabeza ―añade, enterándome de lo bien informada que está, además de la confianza con la que habla.
Eso me provoca una punzada de enojo que recorre mi cuerpo como un raro escalofrío. Observo cómo camina hacia las escaleras de la derecha, llevando un maletín médico. Me quedo mirándola y creo que se le ve la tanga mientras asciende cada escalón. Me despabilo y la sigo. Al llegar a la habitación, la anciana sigue embelesada con Puccini, hasta que se fija en la mujer y le sonríe.
Elisse se acerca y se saludan con mucha familiaridad. Mi mandíbula cae y mi cara se convierte en un poema ante este afable espectáculo.
―Preparada, Nonna, ya es hora de darte tu medicina ―le habla con cariño, como si le estuviera hablando a una niña, y esta le asiente feliz, dispuesta a recibir muchos dulces.
―Te estaba esperando, Elisse ―repone, risueña.
―¿Por qué no te ocupas de los perros mientras yo me encargo de Nonna? Tómate tu tiempo, esto va a demorar un poco ―expresa Elisse, mirándome.
¿Me está dando órdenes? Flipo por dentro, pero en vez de estallar, sonrío, cerrándoles la puerta y salgo al patio antes de que me dé un soponcio con tanta familiaridad.
«¿Molesta o… celosa?», pienso, y no sé si es una o la otra.
Me dirijo a regañadientes hacia el lugar donde sé que duermen esos monstruos pulgosos, recordando mi visita anterior. Tomo valor y me acerco a la entrada del garaje.
―¿Astor? ¿Rufus? ―llamo sigilosa, pronunciando los únicos dos nombres que recuerdo.
Aguardo un poco, asustada y temblorosa, hasta que, como salidos de la nada, los dos canes saltan hacia mí, tirándome al pasto y comenzando a lamerme mientras trato de quitármelos de encima. Son tan grandes y fuertes que lucho como puedo por evitar sus babas.
―Vaya, quien fuera perro, ¿no? Señorita Sawyer. Parece que usted se divierte mucho.
Me sorprende la voz de Masera, y aunque su comentario no me hace gracia, los perros se detienen apenas reconocen su voz y se van saltando en dos patas hacia él, quien sabe tratarlos mucho mejor que yo.
―¿Qué hace aquí? ―inquiero, escupiendo pasto y sacudiéndomelo de encima.
―¿No puedo venir?
―No me refiero a eso. ¡Es obvio que puede! ―rechisto, acomodando mis lentes.
Él se acerca y me ofrece una mano para levantarme. La tomo, y con el impulso no solo me incorporo, sino que quedo frente a él. Me quedo quieta viendo cómo lleva su otra mano a mi cabello y me retira una hoja seca que luego bota tras mostrármela, con una amplia sonrisa en el rostro.
―Tiene usted un hermoso y largo cabello, no debería cortarlo nunca ―dice, extendiéndome un largo mechón mientras yo no sé qué hago mirando su boca―. Y, a propósito, ¿dónde está Nonna? ―añade, sacándome de mi embobamiento.
Me alejo de él.
«Con la enfermera sexy», quiero decir, pero me corrijo con un golpe mental.
―Con Elisse ―respondo, quitando los residuos de pasto de mi falda.
Él parece meditar un rato con el rostro serio y luego se transforma, volviendo a verse risueño.
―¿Quieres dar un paseo? ―pregunta, despistándome―. Es hora de sacar a los perros ―añade.
―Ah... sí, ¿y a dónde? ―cuestiono.
―Cerca ―responde, dando media vuelta para regresar al garaje, indicándome que lo siga.
Voy tras él, peinando mi pelo con las manos porque, de seguro, parezco más un espantapájaros. Dentro del garaje no solo hay espacio para su camioneta y su moto, también un Bugatti rosa, que debe ser bastante antiguo, y las casas de los perros. Pero él me señala una bicicleta con canastilla y soporte trasero.
―¿Sabe montar? ―pregunta.
―No creo que mi equilibrio sea muy bueno. Nunca aprendí bien.
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Editado: 28.07.2025