PRIMAVERA
Me gustaba mi arte.
Me gustaba saber que el primer sorbo de un café podía deleitar a una persona y borrar un mal rato al menos por cinco segundos. Me gustaba recibir a los clientes con una sincera sonrisa, complacerlos con sus pedidos y hasta conversar con ellos. Me gustaba conocer la vida a través de experiencias ajenas a la mía.
No podía negar que días como hoy, me divertía en mi trabajo.
Justo ahora estaba conversando con el señor Lucas, un hombre que venía a nuestro café todas las tardes a las tres y treinta exactamente. Tenía sesenta y ocho años, y todos los días visitaba a su esposa que permanecía internada en un hospital cercano al Café Porteño. Ángeles, su esposa, padecía de cáncer en el colon y desde hacía varios meses los doctores anunciaron que había entrado en la etapa de metástasis. Nadie comprendía cómo esa mujer seguía tan viva y tan lúcida, pero todos creíamos que se debía al amor y la entrega de su esposo que pasaba con ella todos los días y noches a su lado en el hospital. Excepto cuando venía por su capuchino a las tres y treinta.
Mis ojos se dirigieron a la puerta de la cafetería donde una figura alta entró y de inmediato sus ojos entre miel y oliva se posaron sobre mí, para luego apartarlos con indiferencia. Cata tomó su pedido en la caja mientras yo seguía conversando con el señor Lucas en la barra de entregas.
Aslan no tardó en llegar a nuestro lado aunque permaneció concentrado en su móvil, ignorándonos, o al menos pretendiendo hacerlo.
Cata se acercó a mí y me entregó el vaso plástico junto con la factura de la orden de Aslan. Me guiñó un ojo con disimulo pero volvió a la caja sin decirme palabra alguna.
—Tienes trabajo, pequeña —me dijo el señor Lucas, dedicándome una sonrisa que arrugó gran parte de su rostro—. Sigue tan radiante como siempre.
Asentí en agradecimiento y mi amigo sexagenario se retiró, dejándome a solas con la última persona que quería ver aquel día.
En el instante que nos quedamos solos, Aslan optó por guardar su móvil, apoyar los antebrazos en la barra y mirarme de una manera más agria que dulce. Me vi tentada a leer su orden para confirmarla pero no quería otro comentario pedante de su parte, así que comencé a preparar su café sin mediar palabra.
—Creo que esta es la parte en la que me dices «buenas tardes», me sonríes falsamente y me preguntas por mi orden.
Tensé la mandíbula mientras mis ojos se abrían exageradamente ante sus palabras. Este hombre o era bipolar o sufría del trastorno de la imbecilidad. Estaba segura de que se trataba de la segunda opción.
—Pensé que no cambiabas tus órdenes cinco minutos después de hacerlas. —Enarqué una ceja mientras vertía la leche hirviendo en la taza plástica, deseando que fueran sus testículos.
Aslan parpadeó lentamente meneando con suavidad sus pestañas, pareciendo debatirse entre qué responderme o quizás cómo hacerme sentir peor.
—No lo hago —replicó paseando el dedo pulgar por su labio inferior mientras entornaba los ojos—, solo me parece descortés de tu parte que me ignores como cliente y a los demás los trates tan bien.
—Estás pagando por café y por atención, y eso es lo que te doy. El afecto hacia mis otros clientes es algo que ellos han cultivado y que claramente tú no estás acostumbrado a hacer.
Le entregué su café, esta vez sin estamparlo contra la barra y luego le serví tres medialunas en un pequeño plato. Cuando su orden estuvo finalmente lista, enarqué una ceja y me crucé de brazos, dándole a entender que era momento de marcharse de mi vista. Pero parecía que a él le gustaba hacer lo contrario a lo que yo quería que hiciera.
—Puede que tengas razón. —Se encogió de hombros con despreocupación—. Pero eso no te hace menos maleducada.
Abrí la boca para contestarle lo primero que se me cruzó por la cabeza, y sus ojos miel y oliva parecieron brillar ante la anticipación. Me di cuenta que él quería verme perder los papeles. Así que no le di el gusto, no iba a concederle el placer de ser despedida por su soberbia. Cerré mi boca conteniéndome con todas mis fuerzas y suspiré.
—Tu orden está completa —mencioné arrastrándole el plato hasta tropezarlo con sus antebrazos, pero él no movió ni un dedo.
Entonces sus ojos viajaron a mi mano y no pasaron por alto el detalle más preciado que tenía mi cuerpo. Su mirada no abandonó el tatuaje que tenía en mi muñeca y pareció escrutarlo con atención, como quien se encuentra con una máquina enigma por primera vez.