Un beso por medialunas

Capítulo 08

ASLAN

No me había acercado al Café Porteño en una semana. Estuve abarrotado de trabajo y de reuniones con personas que solo me hicieron perder el tiempo al no saber explicarme exactamente lo que querían. Esos eran los problemas de trabajar por tu cuenta.

A veces pasaba días completos en mi casa pegado a mi computadora sin mucha interacción con el mundo exterior.

Pero hoy no era uno de esos días.

Y no necesité entrar a la cafetería para verla.

Sonreí.

Tanto Invierno como su jefe estaban descargando algunas cajas. Su jefe entró por la puerta principal, dejándola sopesando cuál de las cajas levantar. Exhaló sonoramente y llevó sus manos a las caderas.

—Todas esas cajas se ven demasiado pesadas para ti —hablé acercándome a ella.

Invierno se sobresaltó al escucharme y abrió los ojos con sorpresa. Por un segundo pensé que me volvería a golpear tras asustarla.

¡Me había golpeado!

Lo había hecho como una mujer con serios desequilibrios mentales. Era como si de repente algo hubiese explotado en su cerebro y su histeria se desencadenó, golpeándome como una mujer primitiva.

No lo iba a negar: su bolso me dio tan fuerte que tenía suficientes razones para evitarla por el resto de mi vida.

Ni siquiera sabía porqué le di mi chaqueta. O porqué había vuelto hoy.

Esa mujer estaba loca.

Más loco estoy yo por regresar.

—Aslan —pronunció. Me gustaba cómo su voz entonaba mi nombre—, pensé que no volverías.

—Lamento desilusionarte pero aquí estoy de nuevo, Invierno. Y creo que es mejor que esperes a tu jefe porque no sé si sea prudente que levantes eso.

Ella frunció el ceño, y con un repentino ímpetu se agachó para coger una de las cajas como si intentara desafiarme. Le costó levantarla, y aunque su rostro mostraba un poco de sufrimiento, me dedicó una mirada de suficiencia.

Negué con la cabeza ante su testarudez. Me acerqué para quitarle esa caja de las manos y evitar que su columna o caderas sufrieran daños.

—Dámela que te ayudaré.

—No —tajó—, yo puedo con ella y con las demás.

—No seas orgullosa, Invierno. Tus brazos son dos fideos y te harás daño.

Su molestia pareció intensificarse. ¿Por qué demonios se molestaba conmigo si estaba intentando ayudarla?

Quise jalar la caja, pero ella la jaló de vuelta.

—Por favor, Aslan, entra que en un momento te atenderé. Eres un cliente y no te corresponde hacer esto.

—Precisamente, Invierno. Soy cliente y siempre tengo la razón, ¿no viste eso en algún taller de atención al consumidor? Ahora dame la caja de una vez.

—Eres un maleducado, ¿lo sabías? Además no puedes tocar nuestra mercancía. Solo puede hacerlo el personal autorizado.

— ¿Maleducado? Te estoy intentando ayudar, joder. Maleducada eres tú. Además de terca y orgullosa.

Su rostro enrojeció y su ceño solo se profundizó. También noté cómo su mandíbula se tensaba, al compás de la mía. Esta mujer era insufrible.

— ¿Es que acaso tus neuronas no hacen sinapsis y no comprendes que no quiero tu ayuda?

—Terca.

—Troglodita.

—Orgullosa.

—Testarudo.

Había una chispa en sus ojos azules que me impedían soltar aquella caja, que no me permitían dejarla allí con toda esa carga. La misma chispa que se encendía cuando sus mejillas se enrojecían tanto por molestia, como por incomodidad o vergüenza.

Porque sí, había notado que sus mejillas se coloraron la semana pasada cuando le dije que ella era un pequeño rayo de luz. No mentía, ella lo era.

También era una loca ligeramente desquiciada. Pero creo que eso formaba parte de su luz.

Seguimos jalando la caja de un lado a otro hasta que, como si estuviésemos sincronizados, nos dimos cuenta lo estúpidos que nos veíamos y comenzamos a reírnos.

Me gustaba el sonido de su risa, especialmente porque casi nunca se reía con ganas cuando yo estaba cerca. Era algo tan prohibido y tan exclusivo, que lo disfruté cada segundo.




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