Un beso por medialunas

Capítulo 13

PRIMAVERA

6 AÑOS ATRÁS

En nuestra casa no había muchos libros. Solo dos.

El primero era un poemario que perteneció a mi abuelo, José Manuel Ríos. Un hombre que siempre admiraré. El abuelo Ríos dio su vida en la guerra de las Malvinas, él era un héroe para nuestro país. Siempre lo sería. Papá vendió la casa del abuelo y con ella todas sus pertenencias, yo solo logré recuperar dos cosas: su collar y un poemario.

El segundo libro que había en casa me lo regaló un niño cuando yo tenía once años. Durante esa época papá llegaba a casa muy molesto y con olor a alcohol, así que cuando yo salía del colegio, me gustaba dar varias vueltas por la zona para evitar pasar tiempo en casa.

El niño que me dio el libro no me conocía, ni yo a él, de hecho creo que había olvidado su rostro. Ese día parecía muy triste y muy molesto en aquella plaza. Él estaba solo, y yo también.

Tenía un libro en sus manos, parecía tan desconsolado que quise acercarme. Lo vi arrojarlo hacia un canasto de basura sin acertar, cayendo al piso. Corrí para recogerlo y cuando se lo quise entregar, me dijo que me lo quedara, que él no lo quería.

El niño siguió su camino y yo me quedé con ese libro, la portada era muy bonita.

Se llamaba El Principito.

Ese día era mi cumpleaños.

Aquel niño, sin quererlo, fue la única persona que me dio un regalo ese día y alegró mi tarde. En realidad, El Principito había sido el único regalo de cumpleaños que me habían hecho.

Habían pasado tres años desde aquel día y todavía, leía El Principito cada vez que cumplía años.

Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día, cada uno pueda encontrar la suya —leí en voz alta, sentada en el porche de la casa.

No quería entrar. Mamá estaba con un hombre en su habitación, uno que no era papá. Mi hermana mayor también estaba con alguien en nuestra habitación. Ellas hacían eso todas las tardes hasta las cuatro y treinta, pues a las cinco, papá llegaba a casa.

Prefería estar lejos y no cruzármelas, porque mamá siempre me gritaba, diciendo que yo fingía ser buena niña cuando en el fondo quería hacer lo que ella y mi hermana hacían.

Nuestra casa no era muy grande y apenas teníamos dinero para sobrevivir. Mamá trabajaba hasta el mediodía y sabía que su «amigo» le daba dinero cuando terminaba con su visita. A mi hermana también le daban dinero. Mamá tenía que darle parte de ese dinero a papá, y él siempre que llegaba a casa con olor a alcohol, solía insultarla porque lo le había dado lo suficiente.  

Una vez le pregunté a mamá porqué no lo denunciaba cuando él le dejaba marcas en el rostro. Tardó en darme una respuesta, pero jamás olvidaría sus palabras:

«Porque la justicia es un privilegio, Primavera. Las mujeres estamos de últimas en la línea de personas que aspiran a ella. Tú y yo somos mujeres, pobres y de provincia. La justicia es un lujo que nosotras jamás podremos darnos.»

Cerré el libro y cogí el pequeño trozo de una torta que le compré a nuestra vecina con un dinero que solía esconder. Encendí la vela y suspiré.

—Que los cumpla feliz, que los cumpla feliz, que los cumpla Primavera, que los cumpla feliz —canté en voz baja y apagué la vela pidiendo el mismo deseo de todos los años.

A veces me sentía tonta al cantarme cumpleaños a mí misma, pero al menos tenía una excusa para gastar un poco de mi dinero y comer un trozo pequeño de pastel. No se cumplía catorce años todos los días.

¿Sería capaz de encontrar mi estrella algún día?

Después de comer, entré a casa y me senté en silencio en una de las sillas de la cocina a esperar a que los hombres se fueran. Lo hicieron. No supe si notaron mi presencia, pero agradecí que no me miraran siquiera. Mamá regresó a su habitación y mi hermana, Cristina, se acercó a mí sin expresión en su rostro.

—En unas semanas me iré de aquí y para siempre —espetó.

Cristina estaba cercana a cumplir sus dieciocho años. Se sirvió agua y se enjuagó la boca primero por unos segundos, para luego beber agua como si no hubiese mañana.

— ¿Me dejarás aquí?

—Ya viene siendo hora de que aprendas a valerte por ti misma, Primavera.

—No haré lo que tú haces.

Enarcó una ceja y sonrió.

— ¿Qué harás cuando llegue el hambre y papá te pida para comer? Yo me iré en semanas, y no creo que mamá aguante mucho más. Te quedarás aquí y te tocará aprender lo que es trabajar para ganarte el pan. Lo único que me da lástima es no estar para presenciarlo.

Mis manos formaron puños debajo de la mesa. ¿Por qué mi hermana era siempre tan cruel?

—Mamá nunca me dejaría aquí sola con él.

Cristina se rio.

— ¿Cuándo comprenderás que solo eres un estorbo? Nadie nunca te llevará consigo ni cuidará de ti.

Me pregunté si ella tendría razón mientras mi mirada se perdía en un punto de la pared. No quería verle su sonrisa de prepotencia.




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