Durante años, he perseguido susurros de lo que hay más allá de la muerte, impulsado por un encuentro fortuito que transformó mi vida. Fue el 31 de octubre de 2004, en los callejones salitrosos y oscuros de Quimichis, un pueblo olvidado en la costa de Nayarit, México. Quimichis no es cualquier lugar: sus calles de tierra, impregnadas de salitre por el aire del Pacífico, parecen guardar secretos antiguos. Casas de adobe desmoronándose, el olor a manglar y el eco lejano de las olas chocando contra los acantilados dan al pueblo un aire de abandono, como si el tiempo se hubiera detenido. Los viejos del lugar cuentan historias desgarradoras: apariciones en la niebla, lamentos que surgen de las ciénegas y pescadores que juran haber visto figuras flotando sobre el mar en noches sin luna. Dicen que Quimichis está maldito, que su tierra está marcada por tragedias olvidadas —familias enteras perdidas en tormentas, niños que desaparecieron en los manglares, y un cementerio antiguo en las afueras donde las lápidas están torcidas, como si la tierra misma quisiera expulsarlas.
Esa noche, yo tenía dieciséis años y pedaleaba mi bicicleta por un camino polvoriento, regresando de llevarle las gordas —unos tacos de papa y frijoles— a mi abuelo y mis tíos, que se habían quedado velando el tabacal. Era la cosecha, y tenían que llenar un torton con fardos de tabaco antes del amanecer. Las calles estaban vacías, la única luz era la de la luna, y el aire olía a sal y a algo más, algo rancio, como si el pueblo contuviera el aliento. De pronto, ¡PUM!—choqué con alguien.
Era un viejo de barba blanca, desaliñado, con ropa que parecía sacada de otra época: un sombrero gastado y una camisa raída. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una calma inquietante.
—Andas perdido, amigo, —le dije, tratando de disimular el susto.
—Eso depende de a dónde vamos, ‘amigo’, —respondió, su voz amable pero cargada de algo pesado—. No te apures. Tarde o temprano, todos llegamos al mismo lugar.
—¿Qué dice? ¿Está bien? ¿Cuál lugar?”
Sonrió, pero había urgencia en su mirada, como si tuviera poco tiempo.
—Los cristianos le llaman cielo, los musulmanes Yanna, los vikingos Valhalla. Pero tú Adrián, eres un niño, y los niños no saben de planos astrales.
Me quedé helado.
—¿Cómo sabe mi nombre?”
—Tú me lo dijiste, —dijo, revisando las llantas de mi bicicleta, acercándose más.
De repente, el aire se volvió frío, como si el invierno hubiera llegado en un segundo. Una nube tapó la luna, y todo se sumió en oscuridad. Fueron solo unos instantes, pero cuando la luz regresó, el viejo había desaparecido.
Los perros de Rancho La Pizarra, una casita solitaria al borde del camino que siempre me correteaban, no ladraron esa noche. En Quimichis, los perros siempre ladran —es como si olieran algo que los humanos no percibimos. Al día siguiente, pregunté por el viejo en el pueblo. Nadie lo conocía. Algunos ancianos, sentados en la plaza, me miraron raro y murmuraron sobre “el caminante de la sal,” una figura que, según las historias, aparece en noches de octubre a quienes están destinados a ver más allá. ¿Había visto un fantasma? Sus palabras se me grabaron: “La verdad está ahí fuera. El cosmos es enorme, pero en ciertas condiciones, ellos pueden actuar aquí, en nuestro mundo.” Ese encuentro me marcó, y desde entonces me obsesioné con descubrir si existe el más allá.
Dos semanas después, llegó el segundo indicio. Intentando impresionar a una compañera del salón, le escribí una carta y, sin pensar, dibujé un símbolo extraño al firmar. Al investigarlo, descubrí que era el símbolo de la carta de la muerte en el tarot, conocido en náhuatl como litza —la “estela de la vida.” Ese símbolo aparece en todas las culturas: árabes, cristianas, paganas, celtas, siempre ligado a representaciones del más allá. Lo rastreé hasta su origen más antiguo: el templo Texistepec, en Ucayali, México, una ciudad sagrada de los aztecas conocida como la “Puerta de los Muertos.” En Quimichis, los ancianos contaban que ese símbolo también había aparecido en las rocas de los acantilados, grabado por manos desconocidas, como si el mar mismo lo hubiera tallado. Algunos decían que era una advertencia, otros, una invitación.
Me sumergí en libros, manuscritos y relatos. En la biblioteca del pueblo, un lugar polvoriento donde las polillas parecían ser las únicas lectoras, encontré referencias a tragedias locales que resonaban con mi búsqueda. Una historia hablaba de una mujer de Quimichis, María de la Luz, que en 1947 aseguró haber visto a su esposo muerto caminando por la playa, sosteniendo una luz que no era de este mundo. Otra, más antigua, narraba cómo un pescador encontró un cuerpo en la marea que, al tocarlo, se desvaneció, dejando solo un olor a sal y un eco de risas infantiles. Cada relato parecía apuntar a lo mismo: en Quimichis, los muertos no siempre se van.
Con los años, descubrí datos aún más inquietantes. Al morir, el cuerpo pierde 21 gramos, un peso que nadie explica. Una región del hipotálamo permanece activa 3.4 segundos después de la muerte cerebral, como si transmitiera algo. ¿Y si el alma, codificada, es enviada a otro lugar? ¿Y si desde ese lugar pueden interactuar con nosotros? En Quimichis, las historias de apariciones siempre ocurrían en noviembre, cuando el aire se volvía más denso y el mar parecía susurrar nombres.
El entrelazamiento cuántico me dio otra pista: partículas conectadas a pesar de la distancia, desafiando el espacio. Estaba cerca, pero faltaba una pieza. Hace unos meses, por casualidad, la encontré en la pantalla de la computadora del ciber. El símbolo litza, presente en la carta del tarot, en tratados medievales, en pinturas sagradas y en el templo de Texistepec, coincidía con un evento cósmico. El 1 de noviembre —Día de Muertos, Halloween, Día de Todos los Santos— la Tierra y el Sol se alinean perfectamente, y en ningún lugar es más precisa esa alineación que en Ucayali, en el templo de Texistepec, la “Puerta de los Muertos.” En Quimichis, los pescadores dicen que esa noche el mar se calma, pero las olas traen ecos de voces que no deberían estar ahí.
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Editado: 30.06.2025